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31 de diciembre de 2014

Syriza, o como se diga

Se prevén cambios de gobierno en Grecia. Parece que a la UE no le hace mucha gracia, pero la exhausta población griega quiere reaccionar.



Año nuevo, gobiernos nuevos.

¡Feliz Año Nuevo!


12 de diciembre de 2014

Educación, manos a la obra

Mi amiga Marisol –porque me gusta hablar de educación con mucha gente– siempre me dice que no puedo pretender que los padres cumplan a rajatabla los compromisos de rutinas, de autonomía o de lo que sea con sus hijos. Añade que hoy en día todos vamos con prisas a todos lados y que no se puede. Le replico que entonces los padres no deberían aspirar a conseguir lo que no se preocupan por conseguir. Sin ir más lejos: ¿Cómo pueden pretender que su hijo mantenga la atención para resolver un encajable si apenas juegan con él? –por no hablar de comer solos con la cuchara, ponerse solos los zapatos, etc.–. Mi amiga entonces resuelve: “Es que es muy fácil echarle la culpa a los padres, pero el buen profesor debe saber motivar a cualquier niño”. Pero, yo, que soy un puñetero, le contesto: “Sí, claro. Si tengo una clase de veinte skins en 4º de ESO, a ver cómo les motivo para que acepten a su compañero negro. Como no me echen una manita los padres..., que deberían haberlo hecho antes. Marisol, que no soy Gandhi”.


¿Educar? ¿Hacia dónde? Las grandes palabras nos dirigen hacia grandes fines. Pero, ¡ay!, ¿con qué? Trataré de ilustrarlo:

Pretendo llevar a unos amigos a casa, donde organizo una fiesta. Hay quien vive en Almería; los hay que vendrían de Vizcaya; otros, de La Coruña, y la mayoría, de Madrid. Como la fiesta es en Guadalajara, los de Madrid lo tienen fácil: quienes quepan en un solo coche, se acoplarán en él; los que no, podrán hacerlo en tren o en autobús. Como soy muy desprendido y los quiero mucho, les prometí que yo costearía el transporte de todos. Hablé demasiado rápido, porque cuando reparé en los gastos y en mis fondos, me di cuenta de que no tendría para todos, ya que los trayectos desde Almería, Vizcaya y La Coruña son demasiado costosos, debido a que supuse que todos mis invitados de allí vendrían en autobús, ya que ninguno tiene coche. Pero resulta que unos necesitan venir en tren por fobia al autobús y otros necesitan el avión para venir a tiempo después de cumplir con sus obligaciones. “Está bien”, me digo, “les propondré diversas soluciones”. La primera opción es que entre todos pongamos un bote para paliar lo que me falta. La segunda opción es que retrasemos el evento para más adelante, hasta que tenga dinero suficiente, en virtud del nuevo trabajo que tendré. La tercera opción es la de costear todos los viajes a condición de que cada uno traiga algo para la fiesta: comida, vino, música, etc... No se me ocurren más opciones. Me gasto un dineral en teléfono y al final hay fiesta, pero no como esperábamos.

Bien, esta parábola podría aportar un modelo de Estado organizador. De similar forma podría haber supuesto una situación en que la decisión original de la fiesta hubiera partido de, si no de todos, una buena muestra de los amigos. En ese caso, hallaríamos los intereses de unos encontrados con los de otros y puede que, con sinergia, diéramos con la mejor manera de organizar la fiesta.

Con estos dos ejemplos quiero reseñar lo acontecido en poco más de cinco mil años de educación: quizá hayan pasado diferentes visiones amables de la educación y de la infancia, sobre todo en los dos últimos siglos, pero, incluso en Occidente, parece que la puesta en práctica de tales ideas es costosa, o, cuando menos, dificultosa.

Cuando iniciaba mis estudios, con la Ley del 701 en marcha, tuve la suerte de percibir “buen rollo” entre lo que me sugerían y veía en casa con lo que me sugerían y veía en el colegio. Como si la complicidad de mis padres entre sí se prolongara a mis profesores. Eran otros tiempos, pero también había dificultades. Había masificación de alumnos (más de treinta por aula), los materiales didácticos eran escasos, la cultura académica de las familias era menor y todavía primaba el criterio docente del maestro sobre el de los progenitores, por citar unos ejemplos. Hoy en día los centros gozan de mayor autonomía, en ellos las familias tienen más foros de participación, estas, a su vez, cuentan con mayor bagaje cultural y las ratios tratan de garantizar una enseñanza más personalizada. Mi visión ahora es parcial, rozando el corporativismo y la nostalgia, por lo que no entraré en comparaciones cuantitativas de mejor ni peor. Quiero significar que la Educación muta, como cambia la sociedad, todo cambia (ni siquiera el tiempo es absoluto). Puede ser que el cambio de una no lleve asociado el cambio de la otra, pero, de alguna manera, como si de un organismo vivo se tratara, si enferma, trata de sanarse, y, si muere, es natural (hasta ahora) que nazca otro, otra sociedad con otra Educación. Invoco una célebre frase de José Luis Sampedro: “no es que otro Mundo sea posible, sino que otro Mundo es seguro”. Ahora bien, tenemos dos opciones, y solo dos: o nos dejamos llevar, a ver qué nos depara; o ponemos voluntad y medios para tratar de dirigir nuestro presente al mejor de los futuros.

Actualmente nos encontramos (todavía) con un panorama de desencuentros: Ley de Educación de una forma o de otra, la culpa es de las familias, la culpa es de los inmigrantes, los profesores también se llevan lo suyo, etcétera. Doctores tiene la Iglesia, pero la Educación también. Y, en este sentido, algo se está removiendo desde hace años: análisis etiológicos, diagnósticos, muestras piloto... Parece que hay preocupación por la Educación, como si se diera la motivación que en su día promovió el movimiento de la Escuela Nueva. Pero falta dar el paso activo, nuevo, el de poner en funcionamiento algo. Quizá sepamos qué queremos y, sobre todo, para qué lo queremos, pero no basta con las palabras.

Unas palabras que chocan con costumbres cotidianas, con necesidades de ahora: ¿Cómo vamos a pedirle a una madre que reduzca su jornada, a expensas de su promoción laboral? La noble tarea de educar, reservada a la madre que ya no está porque debe compaginar o conciliar, además del sueño, su vida familiar y laboral. ¿Y el padre? ¿Qué madre?, ¿qué padre? ¿En qué modelo de familia nos apoyamos? ¿Es necesaria la familia? ¿Cuál es la familia ideal? ¿Debemos renunciar a la máquina del progreso? ¿Alguien podría parar el andamiaje de producción de Taylor? Posiblemente Ford no imaginó que la producción de su modelo “T” daría tantos quebraderos de cabeza a las ciudades y a quienes las padecen. ¿Civilización? A lo mejor hemos de permanecer en un sistema cerrado, en una aparente clase media que nos mantiene alejados de los otros dos tercios de la población mundial. A lo mejor nuestra sociedad es eso, nuestra... y que no nos la cambien. Que cada cual mire para sí. ¿Y los niños? Esos pequeños seres que crecen y acaban siendo como nosotros.

Solo palabras, pero seguimos sin materializar un pacto de Educación en España.
Si queremos una sociedad mejor, hemos de prepararla. Aunque solo sea por eso: Educación, manos a la obra.



1 Ley 14/1970, de 4 de agosto, General de Educación y Financiamiento de la Reforma Educativa (LGE)



5 de diciembre de 2014

Punto de ficción

¿Y si fuera verdad que al menos conociéramos una gota en el océano, como sentenció Newton? A veces los problemas cercanos resultan tan inhóspitos como los confines del Universo. Y eso, en suma, es lo que querría mostraros con ciencia ficción baratilla, sin muchos efectos especiales.



Los hechos, personajes y circunstancias de esta historia apenas levantan un átomo del suelo, ya que son totalmente inventados. Así que podéis ir tranquilos, que dudo de que estas cosas pasen realmente.

Ocho de la tarde: Un tarro de judías verdes acaba de caer en la terraza del tercero. Alguien abre las puertas del salón y observa el suceso. “Mamá, se ha roto un bote”. Mamá  se acerca y constata el estropicio. “No salgáis, que os podéis cortar con los cristales”, advierte a sus hijos. Innecesariamente, pues andan absortos con la tele y afuera hace un frío del demonio. La madre recoge los trozos esparcidos de vidrio y las judías del tío Antonio que guardaron hace unos meses en conserva. A la basura. “¡Qué lástima!”, se dice. Pasa la fregona y aquí no ha pasado nada. “Espero que no haya goteado a la vecina del segundo”.

Nueve de la noche: Imelda abre la puerta del segundo B. Deja las llaves donde suele dejarlas, cierra la puerta y se descalza. “¡Hola! ¿Hay alguien en casa?”. Silencio. “Venga, un poco de música”. 'Walk on the wild side' empieza a arrullar a las sillas, a la lámpara y a cuantos objetos pueblan el salón de Imelda, que se deja caer en el Roche Bobois en capitoné. Se recuesta y los párpados se cierran tras un día para olvidar. Llamadas, tuits, correos electrónicos... van mezclándose hasta desaparecer en la voz áspera de Lou Reed.

“Cariño”, le susurra retirándole el pelo de la oreja. Imelda se remueve en el sofá y vagamente abre los ojos. “Me quedé dormida”. La sonríe con un beso en la mejilla.

La noche cayó en el silencio de la calle, con apenas algún runrún. En la cena Miguel le contaba ufano de qué iba su nuevo artículo: “Nada escapa a la ciencia, cariño. Tarde o temprano la humanidad irá descubriendo un mundo más amable porque lo iremos conociendo mejor. Podremos explicar lo que ahora es inexplicable y sobre eso fundamentaremos las herramientas que nos hagan vivir en mejores condiciones”. Ella le miraba con paciencia; era el discurso de siempre, triunfalista, pero no sobre la ciencia, sino sobre él. “¡No se puede ser más ególatra”, se decía, mientras Miguel sonaba de fondo, “¡como la puta radiación de fondo!”, habría pensado ella.


Tras la cena, Miguel se dispone a preparar dos poleos. Como de costumbre, Imelda se queja de que está hirviendo; quiere tomárselo cuanto antes, que el sueño la puede. Una noche más, Miguel deja la taza de Imelda en la terraza, sin la bolsita de la infusión, como a ella le gusta. Pero no repara en la taza que ayer no se tomó Imelda, junto a los mustios geranios. “No sé qué mosca le pica últimamente”, piensa Miguel. La tele les mantiene unidos media hora más. Miguel trata de agradarla y se dirige a la terraza para recogerle la taza. Ahora sí, se percata de que hay dos tazas: una de ellas tiene el agua helada, la otra, no del todo. Piensa. Coge las dos, deja en la pila la taza con el agua congelada, mete la otra en el microondas, esta vez veinticinco segundos. La saca e introduce la bolsita de poleo. Se la lleva a Imelda, quien, por fin, logra dedicarle una sonrisa. Será la última.

Son las tres de la madrugada en la comisaría central cuando Miguel presta declaración. La inspectora Antúnez le ofrece otro café. Miguel lo rechaza en silencio. “Bien, cuénteme de nuevo: usted vio dos tazas y supuso que una de ellas estuvo en la terraza desde la noche anterior, porque sospecha que Imelda no llegó a tomársela. De acuerdo. Pero, dígame, ¿por qué eligió la que apenas tenía hielo?”. Miguel baja la cabeza, la hunde entre sus manos y al fin contesta: “Obviamente, pensé que acababa de dejar la que aún no se había congelado, puesto que no le habría dado tiempo a congelarse. Soy biólogo, ¿sabe?”. La inspectora esperaba esa respuesta. Prosiguió: “Claro, la ley de enfriamiento de Newton, ¿verdad?”.

Miguel se pregunta por qué no ha seguido la suerte de Imelda. Cenaron la misma sopa,  la misma lubina al horno. Bebieron la misma agua, ambos tomaron poleo. Algo se le escapa. Y a la inspectora también. Pero todo apunta a un envenenamiento por toxina botulínica.

La inspectora le despierta del ensimismamiento. “Sí, sí, también me lo pregunto”, se dice. “Discúlpeme, es que no...”. La inspectora asiente: “Sí, lo comprendo”, y continúa: “Tengo que informarle del resultado de unas muestras halladas en la barandilla de su terraza”. El viudo la mira expectante. “Al principio nos pareció simplemente hielo, pero a uno de los agentes le sorprendió la disposición: localizada junto a unos geranios, secos, con unas gotas dispuestas en un cerco, como si se hubiera derramado el contenido de un vaso. Pero no fue de un vaso, sino de una taza, la que probablemente se llevó a la boca su difunta esposa”. Miguel la observa como quien observa a un mago. “Bien, ¿sabe qué hemos encontrado en esa agua?”. Miguel está a punto de desmayarse. “Sí, lo sabe: Clostridium botulinum”. 

Hubieron de esperar al día siguiente para seguir la pista del agua contaminada que les llevaría al piso donde se derramó el tarro de judías verdes. Se confirmaría así el origen del agente tóxico. Sin embargo, en aquel gélido trece de diciembre, sumida Madrid en plena ola de frío polar, con temperaturas mínimas de doce bajo cero, un varón de treinta y seis años, doctor en bioquímica, sale del Anatómico Forense con las manos en los bolsillos, cabizbajo y preguntándose por el sentido de su vida.

Sorprendente, pensaréis. Paradójico, más bien. El sentido común o la intuición le llevó a elegir la taza con agua menos congelada, pues sospecho que no prestó atención a la ley de enfriamiento de Newton, como sugirió triunfante la inspectora. Pero da lo mismo, y eso ahora ya lo saben ambos: en determinadas situaciones, el agua más caliente se congela antes que el agua más fría, fenómeno que se conoce como el efecto Mpemba.


Erasto Mpemba (The Times)
Quizá sí sea sorprendente que hasta hace poco no existiera una explicación definitiva para este fenómeno físico tan cercano. Pero, amigos, estas cosas pasan realmente.