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23 de febrero de 2015

¿Y para qué?

Cuesta creer que esta sea la sociedad del conocimiento, acaso tan diferente de las de épocas anteriores. No solo es una cuestión de valores, sino de miedos. No solo es que se valore más el dinero fácil o el acceso a una vida supuestamente más fácil, sino que muchas veces las personas tienden a evitar las incertidumbres que les depara el futuro porque le tienen miedo. Otras veces, no; simplemente, es por obtener un estatus, una etiqueta social que da el poder económico.



Cuentan que estaba plácidamente tumbado en la laderilla de una cuneta un hombre con boina calada en la frente. Repentinamente, la estela de un imponente descapotable, como de un manotazo, le desnudó la cabeza. El paisano, mientras recogía la boina, vio cómo el cochazo se detenía a doscientos metros con un sonoro frenazo y comenzaba a dar marcha atrás. Cuando llegó a la altura del hombre, frenó y desapareció el ruido del motor, una puerta se abrió y del coche salió un hombre impecablemente vestido. El hombre emboinado apenas lo miró de reojo y permaneció tumbado con una pajita en la boca. El del cochazo se presentó:

– Buenas tardes, señor.
– Buenas tardes –respondió el de la boina–.
– He pasado por aquí y me ha maravillado lo bien adiestrado que tiene usted a su perro. ¡Qué bien cuida sus ovejas! ¡Qué maravilla de rebaño!

Con la pajita en la boca, el paisano apenas le musitó un “¡hum!”. El de la corbata prosiguió:

– ¿Y no ha pensado en hacerles un corral?

El hombre tumbado, sin mover los labios, apenas le replicaba:

– ¿Y para qué?
– ¡Hombre!, así podría alimentarlas mejor y puede que le dieran más lana, más leche... Podría criar aún más ovejas porque estarían muy bien cuidadas, en unas condiciones óptimas de humedad y temperatura –le contestó sorprendido el de la corbata–.
Fuente*

– ¿Y para qué?
– Así podría vender más lana, más leche e incluso carne. Podría crear su propia marca, incluso un departamento de marketing y otro de ventas. También otro de calidad para mejorar la competitividad...
– ¿Y para qué?
– Usted sería el director general y presidiría todos los consejos de administración. Con el tiempo, lograría que la empresa cotizara en bolsa.
– ¿Y para qué?
– Con los excelentes resultados que usted iba a obtener, ya no necesitaría hacer nada y podría descansar plenamente cuando quisiera.

El de la boina, escupió la pajita de la boca, le miró y concluyó:

– ¿Y qué estoy haciendo ahora?

RELACIONADA: La madre no era él

*By Library Gems. The National Library of Israel collections - Library Gems. The National Library of Israel collections, CC BY-SA 1.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=37433422


16 de febrero de 2015

La madre no era él

Empiezas a añorar la lluvia el mismo día que te lanzan al desierto. Notas el vacío inmenso hacia el horizonte mires donde mires. Comienzas a caminar con el anhelo de tenerlo más cerca, pero la frontera entre cielo y tierra siempre se halla distante. Como esas preocupaciones que no encuentran solución. Esas que barruntas desde hace meses.



Con tos rememoras la noche de tabaco y alcohol, y así saludas el nuevo día. Escapando de un jirón de sábana, caes de nuevo en la almohada. Es cuando te percatas de que no estás solo. Ella duerme, su rostro apenas se inmuta, sus labios entreabiertos parecen susurrarte quién es, pero sus párpados te la ocultan. La intuyes bajo las sábanas.

No es el despertador, sino el pálpito en tu cabeza lo que te saca al fin de la cama. Como por radiocontrol, consigues llegar hasta las aspirinas, con el ceño fruncido, posiblemente enfadado por la jaqueca, pero probablemente celoso por guardar tu vista del haz solar que perfora la ventana. Y, sin embargo, sigue siendo tan gris como ayer. Y lluvioso. Cada gota, cada salpicadura permanecen congeladas en la última foto que guardó tu retina ayer tarde. Cada día es parecido al anterior. “Que pase el siguiente”.

Desde la ducha percibes que tu pericia para llenar la cafetera ha dado resultado y sales  embadurnado en vapor. Echas café negro como tu alma en un vaso, similar cantidad de leche, y alzas triunfante el elixir de la sonrisa matutina. Apenas darle un sorbo para despertar del todo; la agenda abierta sobre la silla te hurta ese breve triunfo: “9.00 h. Reunión con el jefe de producto”. Es hora de ponerse en marcha, “¡maldita sea!”. Pero antes debes despertarla. Te sientas a su vera. Deslizas los dedos por su nuca como si tocaras el arpa. Hace ademán de despertarse girándose hacia ti, que, en un arranque canalla, te apartas para que el sol la inunde. Cegada incluso en sueños, instintivamente, sepulta su cabeza bajo la almohada, apagando algún murmullo de queja. Pasas a su espalda y de repente te atrapa. Tira de ti y poco a poco vas olvidando tu agenda.

Has llegado cinco minutos tarde, pero no lo suficiente; el jefe de producto aún está en un atasco. Repasas los informes de ventas, te da tiempo a pedirle otro café a tu secretaria. La situación es jodida: o salváis la facturación ese mes o condenan al ostracismo a toda la línea. La estrategia no funciona, pero sabes que no es culpa tuya: vienes avisándolo desde el lanzamiento, va para cuatro meses. Ni puto caso. Llega tu café, y el jefe de producto.

En mitad de la reunión alguien entra como un obús. El jefe de producto pega un respingo y tú asistes impávido a la escenita que monta el director financiero. Energúmenos como él son los que revientan las empresas, piensas recostándote en la butaca. Asientes un par de veces, vas guardando la tablet y las subcarpetas, y te piras. Toda la línea a tomar por culo; a otra cosa.

“Cariño, no cuentes conmigo para comer. Te paso a buscar”.

“Te dije que no podía recoger hoy a la cría. Lo que tú digas”.

Una cabezadita en el despacho te ha arreglado el cuerpo. Estás listo para la videoconferencia con Munich. La sala de conferencias luce tétrica. Se enciende la gran pantalla e imaginas que es una gran chimenea, con un fuego que hace por atraparte lanzando sus tentáculos abrasando mobiliario, moqueta y a todos los presentes, incluido al director general. Aparece el 'gran hermano' e intuyes una genuflexión colectiva de quienes te acompañan, incluido el director general. El miedo huele a mierda. Una voz aflautada que remarca las erres de forma extraña os saluda. Una voz que se arranca por peteneras: “En el principio fue la palabra... Error; fue el pensamiento... Error; fue la acción...”. Y continúa con un monólogo de diez minutos sobre la iniciativa, el empuje y blablablá. Si pudieras describir el semblante del director general, no podrías evitar la risa. Pero recuerdas tu pacto con Gretchen: resistir, resistir y resistir. Así que allí estás, aguantando el tipo mientras su marido no para de decir sandeces. Cuando crees que todo ha terminado, escuchas: “Una cosa más, caballeros. Hemos estado pensando en un credo para la compañía, pues creemos que infundiría todo eso que hemos ido comentando. Les enviaré el documento que estamos ultimando, pero antes me gustaría compartirlo con ustedes. Se lo voy a leer”.

“¡Lo que faltaba!”, te va a costar aguantarte la risa.

«Somos hijos del viento y, como tales, tenemos reservado el derecho de admisión. Vetadas están las escorias, hijos de la tierra manoseada, vetados, los adornos proclamados por advenedizos. Encomendado el destino de salvaros, no podemos incluiros. Somos hijos del viento, y el viento os rechaza. Sobre nosotros se cierne la misión: orad cuanto podáis y más cerca estaréis del fin, más os desprenderéis de vuestras lúgubres vidas y más habréis hecho por salvaros. Caminad y seguidnos, pues somos hijos del viento, y el viento os arrastrará a nosotros. Sin tinieblas, sin dudas, sin mirar atrás, marchad a nuestro mando, en el ejército liberador al que la Historia reserva sus páginas doradas. Escribiremos esas líneas con el oro que amasamos en cada victoria, en ...». “¡Menuda porquería!”. Respondes al correo electrónico del 'gran hermano' con una gran loa y lo envías. A los cinco minutos tienes a Gretchen al teléfono. Está muerta de risa.

Eres un tipo listo, lo sabes. Gretchen lo sabe. Te reservan grandes planes con la compañía y, simplemente, ha pasado un día más. Pero tu podredumbre moral sigue carcomiéndote. 



Debes saber que tu hija pasó un día feliz, como siempre, sin contar contigo. Mientras te ocupas de salvar tu carrera profesional, debes saber que su madre sigue su vida sin contar contigo. Debes saber que en otoño, en invierno y todo el año. Y debes saber que no eres un triunfador, porque sufres añorando tu hogar, mientras cubres tu faz con el éxito que te vendieron otros. Porque sabes que podrías hacer algo y no lo haces. Porque sueñas con ser un héroe haciendo cosas extraordinarias. Porque, amigo, tu hija es extraordinaria, y su madre lo sabe, porque ella es la heroína, no tú.