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9 de junio de 2015
Reseña cachaverosódica de SUSTANCIA NEGRA
Un fundamento oscuro anda en la mente del ser curioso. Retorcido como un pámpano, el pensamiento anida para ser pisoteado en el lenguaje correcto, pero la abyección trasciende. A no ser que el género de la antifábula degenere en una sardónica visión del mundo que te arroja a las llamas del averno terrenal. Ese donde lo sustancial pierde su naturaleza gris cuando comienzas a darle vueltas, donde el instinto reptiliano se apoya en un rescoldo neuronal más recóndito, el de un vil insecto. Y te mantiene en ascuas.
La increíble aventura de Insecto Palo, apellido de Sustancia Negra, la ópera prima de Julián Hernández como novelista (doble novel, por tanto), narra un capítulo en la vida de un vecino de un singular edificio de viviendas. Un edificio tan singular como todos. Y en un contexto de derrumbe tan singular como todos, como siempre, si se quiere. Y poco más se puede añadir.
Bueno, a no ser que el lector interesado pretenda encontrar algún paralelismo con su simplona cotidianidad. Ya sabéis: que te dé por practicar la trepanación gota a gota con un desconocido que te encuentras por el portal, vecino de dos pisos más abajo; que, mientras, se produzca una crisis mundial por el hallazgo de un simpático cuadro que revela un secreto religioso celosamente ocultado durante siglos; que te dé por sintonizar la televisión moldava; o que te hayan surgido cualesquiera ideas que dudo que hayas leído o aún menos te hubiera dado por escribir. Vamos, a no ser que el lector esté dispuesto a entregarse al placer de leer a carcajadas las ocurrencias más sensatas que rara vez habrá leído desde los clásicos. Obviamente, no me refiero a la Biblia.
Eso sí, el arte de la literatura no nos tiene acostumbrados a nada. Afortunadamente. Puedes pasar de puntillas por ripios y demás bufonadas dejando la esencia de la novela en una trama disparatada. O puedes ir más allá y deleitarte con un lenguaje rico, juguetón y procaz para reconstruir una obra extraordinariamente ingeniosa. Donde cada centímetro de línea guarda un intrincado laberinto de mordaces patadas en el culo al lenguaje cotidiano. Afortunadamente, de nuevo. Porque, en realidad... Eso, ¿cuál es la realidad de un lenguaje fidedigno? ¿Acaso no es el lenguaje, nuestro lenguaje, un artefacto para reírnos de nuestra pueril aprehensión del cosmos? Os ruego que no pestañeéis y recomiendo que os rindáis al disparate como un arte. Al arte como un disparate, o a un dispárate en el pie si sus páginas solo consiguen helarte. Los amantes de la anfibología estáis de suerte, mas no solo por cuatro artilugios a modo de sketch; la obra es poderosa y exuberante en ese arte de la pragmática si os detenéis en repensar hacia dónde va dirigida la chirigota. Encontraréis al pueblo llano, pero ya no a cualquiera, sino a una suerte de estereotipos que gustan de medrar por simple que sea la situación. Y, por supuesto, la élite tiene lo suyo; ni siquiera hace falta leer entre líneas para este último grupo.
Ahora bien, como el atento lector descubrirá –como consejo para ganarse el sueño–, «[Lean un poco si quieren, pero] no se pasen de listos ni se enganchen a libros de ficciones engañosas o afectadas simplezas argumentales camufladas de erudición». Lean y, simplemente, disfrútenlo, aunque les haga pensar, que tampoco está mal, ¡coño!