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1 de noviembre de 2017

Fui un mal matemático

Empecé a contar (números) gracias a esa memoria prodigiosa que teníamos cuando éramos críos. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que podía asociar los números que sabía con una cantidad de objetos. Con el tiempo descubrí, además, que el último número contado (y asociado a un objeto de la colección) correspondía con la cantidad total de objetos de tal colección. De alguna forma, empecé a vislumbrar que podía unir colecciones y contar todos sus objetos a la vez. Curiosamente, bastaba con seguir contando, desde el número en que me había quedado en la primera colección, tantos objetos como había en la segunda colección unida. Aquella adición dio lugar a un resultado: la suma, que, si lo hacía a la inversa (y solamente quitando una cantidad menor) el proceso de sustracción daba la resta como resultado. ¡Qué cosas!

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Recuerdo cómo contaba los escalones que iba subiendo en la escalera de la casa de mis abuelos, en el pueblo. Empecé a barajar esa idea de contar de uno en uno con la idea de sumar uno más. Probé a hacerlo de dos en dos, con algún resbalón, pues mis piernas aún eran cortas, y funcionó también: estaba sumando de dos en dos. Siempre es más difícil descender, así que, me costó un poco más obtener las restas. En realidad, llegó un momento en que, por estas maniobras y otras (comprar chicles y kikos), conseguí memorizar muchos resultados (sumas y restas). También los resultados de algunas operaciones con llevadas.

Sí, eso de cambiar de cifra fue una dificultad añadida. Aunque hubo algo que me dijo mi madre que me resultó útil: fue a los seis años, claro, cuando me fue imprescindible sacar dos manos para señalar mi edad con los dedos. Lo apliqué a lo que nos enseñó la maestra: igual que se acaba una mano para contar los dedos, también se acaba una decena y había que tirar de otra nueva decena. De alguna forma, aquello le daba sentido a los números y a las cifras; casi como si fueran palabras y letras.

Pertenezco a una generación que aprendió (también) a llamar conjuntos a las colecciones de cosas. Aprendimos también a simbolizarlos mediante diagramas de Venn e, incluso, a manejar algunos operadores entre conjuntos: unión, intersección, inclusión (por cierto, comprendí años más tarde que la relación de pertenencia está vedada a los conjuntos, que se restringe a los elementos de tales conjuntos). Alguna vez intuí que había alguna relación directa entre la adición y la unión de conjuntos, pero anduve algo desencaminado. En rigor, todo lo que me aportó aquello de los conjuntos fue entretenimiento; me divertía. Hasta que empezamos a tratar con diagramas cartesianos.


Creo que en modo alguno aquellas tablas de elementos contribuyeron a acercarme al operador de multiplicación, que ya había ido aprendiendo repitiendo la adición de sumandos iguales. Es más, aunque comprendí rápidamente el procedimiento, tuve que aprender las tablas de multiplicación de memoria. Y me resultó útil.

Puede dar la sensación de que estos aprendizajes se produjeron en poco tiempo, pero no es así: estuve asentándolos durante varios años, pues la comprensión no conlleva dominio.

Hablando de dominio, término utilizado para las funciones, sobre las que aprendería ya en la etapa secundaria, he de mencionar mi paso por las operaciones entre los elementos de conjuntos: relaciones y correspondencias, que muchos lectores recordarán como aquellos diagramas de Venn que encerraban elementos relacionados con flechas.

Desde luego que también viajé por las rectas, los segmentos, los ángulos, los polígonos y los poliedros. También operamos con los grados, los minutos y los segundos, y, vagamente, recuerdo hacer algún ejercicio con números binarios. Y con los números romanos, por supuesto. También pasamos a representar datos a gráficas. Y, también antes de pasar a la educación secundaria, manejamos potencias, descubrimos que había vida en los números decimales (y/o fracciones), calculamos raíces cuadradas y nos introdujimos en las ecuaciones de primer grado.

Pero todo, absolutamente todo, fue dirigido a ser infalibles en el cálculo. Si me apuran, incluso en los dos primeros años de instituto (por aquel entonces, Primero y Segundo de BUP). Para ser justos, había algunas cuestiones que bebían de los aprendizajes de la entonces educación primaria (EGB) y los desarrollaban de una manera más abstracta: polinomios, combinatoria, funciones…

No fue hasta mi primer año en el instituto cuando se abrieron mis ojos: mi tío Rogelio (tío-abuelo, tío de mi madre) me planteó una pregunta, así de simple. Una pregunta muy sencilla: “¿Por qué un número elevado a la potencia cero es uno?”. Yo tenía catorce años y no supe responderle.

¿Saben qué? No fue la primera demostración matemática que vi, pero fue la primera a la que presté máxima atención. Fue cuando empecé a ver las matemáticas como algo que va mucho más allá del cálculo de problemas mundanos. Supongo que antes no estuve preparado para apreciar tanta belleza.

No esperen sacar de aquí ninguna moraleja, puesto que hay cuestiones para las que los niños no están preparados, como son las operaciones abstractas. Sí, es posible que esto les suene a los estadíos del desarrollo cognitivo de Piaget, pero no van por ahí los tiros. Esto va de matemáticas, sin más.

No se es de letras o de ciencias —a propósito: hay matemáticas en ciencias y en letras—. No se es de comentario de textos o de cálculo mental. Sino que se es más proclive a una destreza o a otra, y, como tales destrezas, no solo por capacidades, sino por entrenamiento. O, si prefieren, aprendizaje. Y por cualesquiera motivos: interés, aplicabilidad, expectativas, estímulos familiares o personas dignas de admiración… No cabe duda de que un niño que se las ingenia para operar (calcular) también está trazando un pensamiento matemático, aunque no sepa formalizarlo. Pero también puede estar trazándolo el niño que clasifica y reclasifica los juguetes de mil maneras, o aquel que traza un dibujo organizando todos los detalles en el papel. E incluso el que juega con la tablet, por supuesto. Y el que dialoga argumentando, y el que hace chistes alterando el sentido de las cosas. La cuestión no es solo calcular con precisión. La cuestión es percibir la belleza de la generalización, encontrar los patrones persistentes, indagar sobre la posibilidad de automatizar procesos, desarmar y rearmar algo…

Rara vez se me dio mal calcular, pero, en fin, las matemáticas son mucho más que el cálculo. He ahí mi confesión.