Páginas

5 de octubre de 2013

Solo es cuestión de ciencia


No somos recolectores ni cazadores, seguimos siendo neolíticos. Vivimos preparándonos para lo que pueda venir: sembramos para cosechar, estudiamos para garantizar nuestro sustento como adultos (trabajar), ahorramos o pagamos seguros para cuidar de nuestra salud en el futuro. No queremos estar a merced de la naturaleza, nuestras conductas aspiran a utilizar la naturaleza para nuestros fines, no solo a adaptarnos. Somos humanos, no todo es destrucción. De eso va el relato que os traigo.


Como un pintor que da brochazos al aire, la libélula había abandonado su vuelo horizontal. Aleteaba con agónicos intentos para no someterse al plaguicida. Hasta que, una vez se cerraron sus tráqueas, acabó desplomándose sobre un nenúfar. No hubo ranas que la engulleran. Hubiera sido mejor; su cuerpo, aún convulsionando, yacía fuera del alcance de los peces, los únicos supervivientes al DDT (por ahora).

A lo lejos se perdía el biplano, apenas perceptible tras la nube que había descargado sobre el maizal que rodeaba la charca.

En la noche, como si la Luna impidiera el sueño, el croar se hacía más intenso: docenas de batracios parecían quejarse por la pérdida de alimento. No quedaba bicho viviente que excediera el tamaño de una ciruela. Los ratones de campo habían cubierto sus madrigueras con las fundas caídas del maíz (se niegan a salir en esta noche tóxica), las culebras cesaron su serpenteo a las pocas horas de perderse el astro rey por el horizonte... Los azulones se olieron la tragedia y migraron a una laguna detrás de las colinas, con muchas más oportunidades, fuera de ese clima infecto.

Pasan más de quince veranos que apenas se ven cercetas o fochas. El maíz se ha consolidado en el valle, antaño parada obligada para gran diversidad de aves migratorias. Incluso codornices y tórtolas solían hacer sus refugios a los pies de las plantas. El cultivo intensivo se las llevó -¡la madre que les trajo!-, porque es lo único que trajo, aparte del mencionado DDT y el nitrato amónico. Este último ha ido incrementando los niveles de nitritos en las aguas freáticas que emergen en las charcas. Quizá eso explique también el descenso en la población de peces y anfibios.

Próxima, a escasos kilómetros del castillo de Chambord, se halla la granja de la familia Pueyrredón, dueña de las seis hectáreas cultivadas. Ya hace un lustro que el viejo René cedió el testigo a sus hijos: Dauphine y Pierre. Tanto René como su esposa Odile han visto complacidos cómo mejoraba la economía familiar en ese tiempo, remontando la dura posguerra. Siempre han confiado en sus vástagos, pero en la vida de cualquier persona llega un momento en que la felicidad vive más de los recuerdos, por muy agradecido que sea el presente.

A pesar de los miles de francos que perdieron en el Affaire Atavisky, a pesar de la incertidumbre económica y social de aquel año 34, de los años que vinieron después, Monsieur Pueyrredón solía regresar a las imágenes de los campos en verano, siempre en verano. Eran las escenas de julio las más gratificantes: las vainas aún arrullaban las panochas, como las fochas a sus polluelos, cuyos graznidos le advertían de su proximidad a la charca. En esa época del año se elevaban las nubes de mosquitos, que atravesaban vorazmente los odonatos, pequeños herederos de la meganeura. Salvo para los animalejos, eran tiempos difíciles para todos, y llevaban siéndolo para la granja: más de diez años viendo bajar el precio del maíz y con expectativas nada halagüeñas en los venideros. La pequeña Dauphine solía acompañarle al atardecer. Pese a su juventud, era ella quien más alentaba a su padre y le hacía soñar con tiempos mejores. Este la sonreía mientras ella se enredaba en sus cuentos de la lechera: «El señor Leblanc [el maestro de escuela], cuando dimos las plantas, nos explicó que necesitaban nutrientes y que el suelo no siempre los tiene. Por eso, nos habló de unos productos que ayudan a las plantas a ser más fuertes».

Tras los difíciles años del Régimen de Vichy, la joven Dauphine se trasladó a París para comenzar sus estudios como ingeniera agrónoma. Su hermano Pierre, más apegado a las labores del campo que a los libros, siempre tuvo claro que su sitio no estaba en la Universidad. La vida en París no era fácil en la Posguerra, pero Dauphine, despierta como era, estaba dispuesta a todo para lograr sus sueños. Pronto se le acababa la asignación que le enviaba su familia, pero no se le caían los anillos por trabajar de camarera para al menos pagar la pensión, un cuchitril en pleno Quartier Latin. Fue en uno de aquellos tugurios donde conoció a quien ahora es su marido, Marcel Bourgeois. Este se dedicaba al estraperlo sin importarle las heridas de aquella ciudad gris que habían dejado los nazis. Como otros, él tenía ansias de vivir, y, paradójicamente, su progresivo enriquecimiento, aun a costa de la especulación sobre bienes esenciales, hacían de su negocio el sustento de putas, políticos y empresarios de la hostelería. La ciudad de la luz quería brillar de nuevo y Monsieur Bourgeois no se lo quería perder. Dauphine tampoco.

Pero lo cierto es que cada verano ambos se despedían: él dedicaba aquella época para viajar con más frecuencia a Marsella, y ella regresaba a la granja para preparar la cosecha con los suyos. Seguía siendo la misma que antaño transmitiera sus recientes conocimientos académicos a su padre. Pero sus ideas ya empezaban a ser tenidas en cuenta, siempre con el apoyo incondicional de su hermano, quien la admiraba por encima de todo. En los últimos años cuarenta era tan difícil encontrar fertilizantes como encontrar comida en las grandes ciudades, pero Dauphine, o mejor dicho, su novio Marcel sabía dónde encontrarlos y a buen precio. La explotación empezó a prosperar en el otoño del cuarenta y siete especialmente. La producción del maíz forrajero de los Puyrredón se había doblado en apenas dos años, y el precio seguía incrementándose por la demanda de grano para la elaboración de pienso agrícola para gallinas, conejos y cerdos.

A finales de la década empezaron a fumigar con DDT y la productividad por hectárea se duplicó incluso antes del final del plan Marshall. En los primeros años cincuenta Pierre impulsó la mecanización de la cosecha y el almacenamiento en silos acondicionados. En 1958 se jubiló René Puyrredón. Aunque, en la práctica, casi todas las decisiones las habían venido tomando Dauphine y Marcel, siempre con el apoyo incondicional de Pierre. Mamá Odile siempre apoyaba a sus hijos.


Con el tiempo, las fumigaciones se encargaron a una empresa para hacerlo desde el aire (desde aviones). Para entonces, las pequeñas bandadas migratorias ya habían dejado de pasar sobre la finca. Para Monsieur Puyrredón aquello significaba el final de una época. Así lo dejó escrito en el testamento que leyó el abogado a sus hijos unos años después:
«Queridos Pierre y Dauphine, sin vosotros esta granja habría cerrado hace tiempo. Vosotros me animasteis a seguir y vosotros habéis continuado la labor. Dauphine, de niña jamás fuiste ambiciosa: sé que tu mayor preocupación era no verme disgustado. Sé que hiciste lo que más te apetecía, en cada momento. Te preparaste a conciencia para saber más del maíz, tuviste oportunidad de hacerlo y lo hiciste cuando te fuiste a trabajar con la FAO. Pierre, siendo mayor que tu hermana, aceptaste con entusiasmo todas sus recomendaciones, y has sabido mantener la granja sin ella. Un padre no puede estar más orgulloso de sus hijos. Luchasteis y es lo que transmitís a mis nietos. Es lo único que queda en esta vida efímera. Jamás recuperaremos la cosecha perdida, y tampoco pasa nada; todo es efímero, como si aún recolectásemos bayas. Pero vosotros me enseñasteis una gran lección: la perseverancia y el conocimiento son las mejores herramientas para mejorar nuestras vidas y las vidas de quienes nos rodean, y solo así podremos estar preparados para las adversidades que también nos trae la naturaleza y la naturaleza humana. Me voy optimista de este mundo, aún está en nuestras manos mejorarlo y retomar lo que le quitamos. Libélulas, fochas, cercetas... volverán, solo es cuestión de ciencia (...)».


4 comentarios:

  1. Plas Plas Plas !!!
    Solo es cuestión de ciencia, maravilloso.
    FELICIDADES!!!

    ResponderEliminar
  2. Hermosísimo, José. En tiempos de desánimo, tu texto es un soplo de esperanza, no exento de autocrítica. Efectivamente, el hombre usa la naturaleza para su beneficio, pero ello no debe impedirnos ver cuánto daño le hacemos, e intentar reconducirlo. Sólo haré una pequeña e interesada objeción: no es sólo cuestión de ciencia. La educación medioambiental tiene mucho que ver con la filosofía. Sin las preguntas de la filosofía, corremos el riesgo de dejar caer los avances de la ciencia en manos de desalmados que sólo buscan el beneficio de unos pocos. Por lo demás, excepcional. Me ha recordado una película documental francesa que vi hace un par de años y que quizá te pueda gustar: “Nos enfants nous accuseront”. Un abrazo, y ¡¡enhorabuena!!

    ResponderEliminar
  3. Me ha parecido un texto precioso, no ya por la forma de escribir que tienes (en la que eres capaz de introducir al lector en una historia y mantenerlo expectante) sino por el trasfondo del mensaje. Ese pequeño toque de atención...
    Todo en esta vida es un equilibrio costo-beneficio. Si el costo es mayor que el beneficio, no se hace; si el beneficio es mayor, se valora la posibilidad. Pero todo, absolutamente todo tiene pros y contras (un medicamento, una prueba médica, una decisión en la vida, una inversión económica...).

    En la ciencia pasa igual. Seguramente para solucionar un problema, podemos estropear otro, pero si se hace, es probablemente porque el beneficio sea mayor. ¿Para quién? Eso sería otro tema, tristemente. Hay que dejar algunas cosas en manos del tiempo, de la Ciencia y sobre todo, del buen hacer.

    Enhorabuena Jose. Precioso.

    ResponderEliminar
  4. Creí que era un post sobre ciencia... No me equivoqué. Necesitamos mensajes de este tipo. Hoy me has alegrado el día. Muchas gracias.

    ResponderEliminar

Puedes añadir tu comentario aquí: