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8 de julio de 2015

Molongo, lo más


Como cualquier hijo de vecino, miramos por la economía, al menos la propia. Si no lo hiciéramos, aún estaríamos en el Paleolítico. Confieso que cada día me pregunto qué voy a hacer de comida, pero saben a qué me refiero; no es eso. Como iba empezando, valoramos con qué contamos, con qué podemos contar y, en función de eso, actuamos. Por tanto, no es un salto al vacío el que damos cada día, sino un equilibrio sobre la cuerda, pero con una red que creemos resistente bajo nuestros pies.

Burj Al Arab, Dubai

Sin embargo, es todo estimativo, pues, como dice el refranero de tautologías, “nada hay seguro salvo la muerte”. Ya digo que es una red que creemos resistente. Ya sea porque lo hemos consultado, porque lo hemos verificado a ojo de buen cubero o porque lo hemos comprobado con un elastómetro (si es que ese cacharro existe). Día sí y día no sale a la palestra de algún medio la noticia de alguna célebre personalidad fallecida en extrañas circunstancias, de miles de desarrapados que han muerto como era previsible o de un inesperado accidente que se ha llevado la vida de varias personas en la flor de su existencia.

A pesar de ello, parece haber herramientas del conocimiento que, basándose en ciclos o episodios anteriores, pueden contribuir a prever algunas consecuencias. Nótese que una consecuencia puede ser conocida sin conocer la causa o, en muchos casos, las causas. A veces esas herramientas suelen basarse en elementales operaciones aritméticas aplicadas en múltiples problemas clásicos de los cuadernillos escolares que muchos conocemos, del tipo: “Si gano 500 € al mes y gasto 200 € en comida y 350 € en alquilar una habitación al mes, ¿cuánto necesito pedir a familiares y amigos para pagar también 100 € al mes de transporte?”. La cosa se puede complicar aritméticamente (y no solo aritméticamente –obviamente, no me refiero a una progresión aritmética de complicaciones, que sería geométrica en todo caso–, pero, de momento, centrémonos en la parte epistemológica, por llamarlo así). Especialmente cuando un tercero nos seduce con un préstamo a un cómodo interés. Que, por cierto, suele ser compuesto. Compuesto de cláusulas, letras pequeñas y demás zarandajas.

Pues bien, ese término que hasta ahora no había nombrado, economía, pinta poco en estos casos. Primero, porque no es una ciencia exacta, a pesar de que son varios los matemáticos que han recibido el Nobel en esta categoría (por ejemplo, ustedes habrán oído hablar de John Nash, el de “Una mente maravillosa”). Y, segundo, porque existe una disciplina que se ocupa de crear las necesidades por las que ustedes (y yo) cuentan (contamos) con más papeletas para caer en la tentación de pedir prestado a cascoporro (no es el nombre de un banquero). Para ser benévolo con el servicio que esa amplia disciplina presta en otros ámbitos, no voy a escribirla.

Realmente, me resulta complejo escribir sobre el sentido común, pues uno está expuesto a modas y modismos desde diversos ámbitos. A ver si me puedo explicar con un ejemplo tonto: me gusta escuchar y aprender de casi todo, y, por ejemplo, me gusta pasar inadvertido entre los amigos si no es para divertirme en plan loco, y en general, suelo vestir a la moda de toda la vida; es decir, como hace veinte años. ¿Clásico? ¿Común? Pues no lo sé. Así que me van a perdonar si lo que yo entiendo por sentido común es de ahora, de hace cincuenta años o de hace dos milenios (aunque, como comprenderán, no calzo caligae, salvo algo parecido y solo en verano). En fin, a ver si les parece de sentido común: el truco está en decir no cuando uno quiere decir no, por más que el estímulo persista (como ese humito con forma de mano de los dibujos animados que nos llama contoneando el dedo índice). Vamos a ver otro ejemplo: coche nuevo, ciento cuarenta caballos, tu cuñado habla maravillas de él, gasta poco... Ya. Pero por poco que gaste, ya te estás gastando (si lo tienes) una pasta por un coche que te va a solucionar lo mismo que el triste utilitario que tienes desde hace doce años y al que apenas dedicas la décima parte de tu sueldo anual (combustible aparte). Enseguida te llegarán cantos de sirena del tipo: valor añadido (¡qué narices es eso!), extras, comodidad, estatus, imagen, campañas institucionalizadas (“salva a tu país comprando coches”)... Y ahí es donde entras tú, tu conciencia, tu juicio o lo que sea, pero tú: ¿necesitas valor añadido, extras, comodidad, etcétera?, ¿necesitas cambiar de coche? o ¿necesitas darte un capricho? Si tenías claro el no, ya está. Pero, ¡amigo!, somos volubles (y contradictorios, y maleables, y empáticos, y sugestionables...). Y, lo que es peor, uno no tiene preparado un no para todo; así que, ahí estás, expuesto a un montón de opciones que otros han ideado por ti a partir de estudios de mercado y desde unas cuantas lluvias de ideas. Opciones, obviamente, que no solo son para ti, sino para aliados involuntarios, como tu cuñado, ese sueño que albergas desde niño de emular a Alain Prost o los ojos brillantes de la secretaria del jefe cuando le cuentas tus vacaciones en Benidorm.

No obstante, no debo pasar por alto las necesidades perentorias: amistad, educación, nutrición, vivienda y, como no, salud (lo que casi todo el mundo entiende –ausencia de enfermedad–, pero que la OMS define en condiciones y que muchos gobiernos parecen olvidar y, que, por cierto, englobaría todo lo anterior). Si quieren, cambien amor por amistad para incluir lo que estimen (familia, convivencia...), y añadan lo que quieran. Pero eso sí, lo que añadan habría de ser algo básico, que, si bien puede conllevar un gasto (todo cuesta algo, salvo quizá el amor), no debería ser objeto de especulación financiera y, por tanto, no habría de llevarnos a hipotecar nuestras vidas. Especulación que en medio Occidente se ha llevado a cabo en los últimos años con la vivienda y que en más de medio Mundo se lleva a cabo además con la alimentación y con la salud. Supongo que este es el aspecto del Neolítico que nos queda por pulir: ese miedo al futuro que nos empuja a acumular más bienes que conocimiento y que incluso nos está llevando a tratar las necesidades perentorias como mercancías. Bueno, que me pongo ñoño. Vamos, que mi sentido común no disparaba contra estas necesidades, sino contra lo molongo.

Viñeta del genial Andrés Rábago, El Roto.
Todos (en realidad no conozco a todos, pero hablo de todos a quienes conozco) queremos la mejor casa, las mejores viandas y la mejor clínica (¡a saber!), pero admitamos que esa libertad de elección (que, como ya esbocé, no lo es tal) potencia el encarecimiento. Simplemente, porque entre todos aumentamos la demanda. Pero, claro, “¡cómo voy a quedar por detrás de mi cuñado!”.

Espero que no se hayan tomado este post como un consejo, pues servidor es tan pecador como ustedes. De todas formas, si les apetece, pueden recordar esta simpleza mnemotécnica:

NECESIDAD – SÍ ⇒ NECEDAD

(Ojo, porque NECEDAD + SÍ no es necesariamente NECESIDAD)




* Nos hemos referido a asuntos materiales o con valor monetario, pero quizá puedan aplicarlo a otros asuntos donde también podemos toparnos con decisiones estúpidas (ambición, deseo, exhibición... tantas cosas con las que otros se preguntan: “¿Pero qué necesidad hay?”).

** Una cosa más: está claro que no voy a la moda, pues hasta el DRAE recoge "molón", pero no "molongo", que es lo que se llevaba en mi tierna infancia.



1 comentario:

  1. Pues sí, todos somos "pecadores" y es complicado salirse de esa dinamica consumista. Pero merece la pena la reflexión. Muy bueno

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