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28 de mayo de 2014

¡Dios, vaya tela!

Nos pasamos el día adorando mitos que resultan ser mortales... de necesidad. Son como usted y como yo, tampoco excesivamente diferentes, salvo en matices. Por eso tampoco viene mal de vez en cuando jugar con esa extraordinaria cualidad de nuestro lenguaje, llamada ambigüedad, para aproximarnos o alejarnos de algunas realidades que no son tales. Contra la doble moral, ¡viva el doble sentido! Ánimo, lean entre líneas a ver si captan la esencia.




Nuestro héroe se halla en nuestros días. Cerca, muy cerca de usted.

El señor Diosdado, Dios para los amigos, es un personajillo curioso. La mar de curioso. Nada más verlo y, sobre todo, olerlo, te das cuenta de su esencia. El tío va hecho un pincel, pero, su aroma... ¡Ay, su aroma! ¡De dónde narices sacará esas fragancias!

Dios es muy sencillo y recogido. Por ejemplo: tiene tres tías, las tres llamadas Trini, y a todas guarda consigo en una sola... una sola foto en su cartera, ¡muy curiosa, por cierto! Es el yerno que muchas madres quisieran para sí, ni siquiera para sus hijas. Por eso, pretendientes no le faltan. Pero él ni se entera, pues, aunque cree estar en todo, para estas cosillas del ligoteo se olvida. Es normal, no se puede estar en misa y repicando.

En su empresa todos le tratan familiarmente, por eso le llaman Dios. Aunque él prefiere que no le tuteen; siempre dice que no se pueden mezclar los amigos con el trabajo. Y es que el señor Diosdado es un ejecutivo ejemplar, que para sí quisieran muchas multinacionales. No obstante, él lo tiene claro: la Jones & Co. es líder en el sector de la alta perfumería y de ahí no se mueve sin más... Sin más pasta de la que cobra, claro. Y, por otra parte, su esencia va con él. Vamos, que Dios nunca dejaría la Jones & Co. por una empresa de papel higiénico, puesto que tiene oído que las pruebas de control de calidad representan el ochenta por ciento de la esencia de estas empresas. Pero, esencialmente, es por dinero.

Su éxito profesional lo atribuye al talismán que siempre lleva consigo: su cinta. En realidad es un raído retal que guarda miserablemente con la foto de sus tías, dicho de una manera sucinta. Mas, para ser justos, hay que reconocerle sus propios méritos, desde luego derivados del trabajo... Del trabajo de los demás, por supuesto. Y por su puesto, ¡que hay que estar ahí!

Pero, sobre todo, Dios se define como un gran creador. Su gran creación fue Tierra, el perfume más vendido de la Jones & Co. Un perfume lleno de vitalidad, según dicen los doctos de las narices. Quienes también aseguran entrar en un paraíso con solo destapar el esférico frasco. Afirman también que su secreto reside en un ligero toque de manzana, que es lo que puede explicar la eliminación de cualquier rastro de humanidad. Pero esto se la trae floja a nuestro héroe, ya que está por encima de todo esto; mientras se venda... Él está allí de lunes a sábado; el domingo, para descansar. Así que, mientras se venda...



Se puede decir que le iba divinamente.

Pero hoy el señor Diosdado se levantó con el pie izquierdo. Pues comprobó, para su asombro, que su zapatilla derecha no estaba al pie de su lecho. El hecho era que creía haberla dejado junto a su compañera; la otra zapatilla, claro está. Mas con su diestro pie, pues era el derecho, realizó un espectacular movimiento que le permitió alcanzar de un solo paso la pantufla rebelde. Desde entonces todo volvió a funcionar como un reloj suizo: la ducha con sales marinas, el desodorante con pesticidas, la pasta dentífrica de brotes de menta, la maquinilla de afeitar de siete hojas, los calzoncillos al salfumán, los calcetines antideslizantes, la camisa cien por cien almidón, el traje de ese domingo y la corbata de seda de Cuenca... Queremos decir de la cuenca del Yang Tse. ¡Ah!, se me olvidaba: la guinda, unas gotitas de Tierra.

Ya estaba listo para desayunar en el Café Juárez, pero algo le sobresaltó: al ir a revisar el dinero de su cartera, advirtió la presencia de los orondos rostros de las Trinis, mas no la de su cinta. ¡Su cinta de la suerte! “Vamos, Dios”, se dijo, “¿no te vas a arrugar por esto? Ya la encontrarás... Mira, irás a desayunar como cada domingo y después, a misa... Siempre te sube la autoestima cuando acudes a misa... Hoy no va a ser diferente. Venga, ya verás cómo lo encuentras. Ten fe”.

No se amedrentó, pues otra cosa no, pero fe en sí mismo...

Cuando llegó al Juárez, reparó en que llegaba diez minutos más tarde de lo habitual: no había mesas libres. Quiso maldecir, empero era tan pulcro, que no lo hizo (tenía que demostrarse a sí mismo que era un reputado y refutado miembro del Ofus Queis, que no sé qué hostias es). Resignóse a compartir barra con la chusma maloliente. Y, ¡vaya por dios!, tendría que esperar a otra tanda de porritas. Mientras, buscó con qué entretenerse, mas, como era de esperar en esa nefasta mañana, no quedaba ningún periódico: uno lo tenía un gordinflón (en realidad, hombre obeso) con tirantes, otro lo tenía una indecorosa (en realidad, despampanante) jovencita, otro se lo disputaban el perro y su dueño (dueño del perro, no del periódico), otro... Nada, habría que leer otro día... Pero, al volverse hacia la barra, contempló a un melenudo joven que parecía esconder algo. Era un libro. A Dios le admiró el entusiasmo con que el chaval devoraba el libro. Y el señor Diosdado, que es un gran amante de la cultura (no se le conocen otros amores más terrenales), se aproximó a aquel. Habría invitado al joven a un café por leer una línea, una sola línea del misterioso libro. Dios era más curioso que nunca. ¡Bingo!: el melenas se debía de hacer pipí; dejó el libro sobre la mesa y acudió a los urinarios.



¡Cáspita!, ¡qué título!”, pensó. Blandiendo el libro en sus manos, empezó a hojearlo, paró aleatoriamente una página con su índice y comenzó a leer: “¡Dios ha muerto!...”. Sus ojos parpadearon y volvió a leer: “¡Dios ha muerto!...”. Cerró los ojos, el libro... Sus manos se tornaron más trémulas. Aquello era demasiado; saltó de la silla y escapó corriendo de aquel siniestro café.

Ya en la calle, atenuó su marcha, no así los latidos del corazón. Decidió dejar el coche aparcado y continuar a pie hasta la iglesia, de forma que pudiera tranquilizarse. Le importaba un pimiento llegar tarde, ¿qué más le podría pasar?

Como buen profesional y, aunque fuera domingo, no podía quedarse indiferente ante los carteles publicitarios. Parecían estar los del domingo anterior... Pero no; había uno nuevo:

Apocalipsis ¡Al fin! El perfume de hoy, no lo dejes para mañana, ¡hombre!
Una fragancia de Paco Jones.
París-Katmandú-Vallecas.

Apocalipsis. Extraño nombre”, se dijo Dios escéptico (o agnóstico, según se mire). No le dio importancia y prosiguió en su camino.

Llegó a la iglesia, que estaba vacía, como de costumbre. ¡Allí no había problemas! Su sitio en el banco de la primera fila estaba libre. La verdad es que se sentía como en su casa.

Era lo que necesitaba. La ceremonia fue como un soplo de aire fresco, suficiente para aliviar el sudor que aún le envolvía, pero insuficiente para devolverle su aroma, su curiosa esencia. Por ello, desistió de colaborar con la iluminación del templo (un domingo más, dicho sea de paso) e inició el camino hasta su coche.

¡Mi coche! ¿Dónde estará mi coche?...”, gritó homenajeando a Manolo Escobar, habiendo comprobado que su precioso coche azul (celeste, para más señas) no estaba donde lo había estacionado. “Dios, estás en las nubes”, se dijo llevándose las manos a la cabeza y tras advertir un vado que no había visto antes. ¡Rayos! Pero ¿qué iba a hacer? ¡Si solo tenía los dos euros justos para el desayuno que no consumió! No podía llamar a un taxi, pues no tendría ni para cruzar la calle. Qué remedio: debería coger el autobús. Al menos, la parada estaba cerca.

Enseguida llegó el autobús.

El vehículo estaba tan lleno como una botella de vino sin abrir; hasta el cuello. Aquel olor de multitudes era sumamente desagradable, pero eso no era nada con la tormenta que se avecinaría en breve. Las brevas con alubias de la noche anterior hicieron su efecto devastador cuando el abdomen fue levemente detonado por un involuntario y extraviado codo de la muchedumbre. El cielo pareció resquebrajarse y, francamente, si hubiera salido un relámpago del culo de Dios, le habrían llamado Zeus. Pero entre nosotros, queridos lectores, le podemos llamar Eolo. Aquel sonido logró un silencio sepulcral en el autobús, pues todos los viajeros, salvo Eo... —quiero decir Dios—, temieron que se tratase de una avería mecánica. Unos segundos y las dudas fueron disipadas por unos efluvios que tardarían algo más en disiparse. Aquello inspiró los alaridos y los codazos de nuevo, ansiosos todos por bajar las ventanillas. Mas nadie podía. Y lo peor de todo era que en la autovía había un atasco de tres pares de cojones. Voces de “¡Conductor, pare!”, “¡Que no respire el cerdo!”,... Pero allí no se podía hacer otra cosa que esperar; que era demasiado pedir. La histeria general hacía vanos los intentos de unos pocos por calmar a sus allegados en ese momento. Y, entonces, sobrevino la catástrofe: Dios aplastó a las masas con el mayor pedo que supo soltar. Fue el colmo; el conductor por fin tuvo que abrir. Los conductores de los otros vehículos contemplaron atónitos a más de veinte personas que salieron disparados por las puertas del autobús. El arcén mostraba una imagen dantesca: dos masas informes de cuerpos amontonados, entre las que se advertían rostros exhaustos y angustiados.

Uno de los rostros era el de Dios, quien, haciendo un acopio de fuerzas, estiró su brazo. Al final del cual su mano sujetaba una toallita húmeda que había conseguido sacar de uno de sus bolsillos. Se la aproximó a la cara con intención de refrescarse mientras se decía: “Todo por la cinta, la maldita cinta” (Ya no pudo reprimirse esta maldición).

Una cinta al fin y al cabo


La superchería de Dios había llegado a lo más elevado con la puñetera cinta, que no era más que una mierda de tela. Pero cuál fue su sorpresa cuando al frotarse con la toallita húmeda, esta no parecía suficientemente lubricada. En efecto, acababa de recordar cómo había guardado su preciado talismán en el sobrecito de las toallitas húmedas... por cuestión de higiene y pulcritud, creyó recordar.

Un tipo verdaderamente curioso.



Nota para el lector interesado: Como habrá podido imaginar, al cabo de unos meses, Apocalipsis, el perfume de Paco Jones, arrebató el liderato a Tierra, el perfume de la Jones & Co.



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