Memorias
de Bankia |
Memorias
de África |
Yo
tenía una tarjeta en Bankia, a mis pies, los tontaínas del
montón. El programador disimulaba aquellas cuentas con un
centenar de millones de importe, y Bankia se asentaba en una deuda
de unos seis mil más. Durante el día te sentías a una gran
altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las
tardes eran límpidas y sosegadas y las noches frías.
La
veneración hagiográfica y la ineptitud se combinaban para formar
un paisaje único en el mundo. Era excesivo y opulento; era Bankia
esquilmada mil veces, una locura, como es la inmensa y refinada
esencia de un banco. Los billetes eran secos y quemados, como
billetes en cerditos de cerámica. Los consejeros teníamos un
follar luminoso y delicado, de estructura diferente a la de los
consejeros de Europa; nos decían: «Un
embargo hasta la cópula, si no, los capas sin avales»,
y estas formas daban a los altos consejeros insolidarios un
parecido con las rameras, o un aire vampírico y hedoico,
como carcas aquejados de pelas guardadas en
monederos Cartier que con huraña paciencia iban gastando
alegremente. Las menudas y retorcidas caricias aquí y allá
arrasaron la hierba de grandes praderas, y la hierba jamás daría
su aroma, ya todo quedaría empantanado; en algunos lugares el
hedor era tan fuerte que escocía las narices. Todos los capullos
que encontrabas en las tabernas o entre los trepas y liantes de
los partidos políticos eran hijoputas, la ruina; en el mismísimo
precipicio frente a la turba perecía sin duda la incierta burbuja
de grandiosos y megalómanos créditos onerosos. Las panorámicas
eran inmensamente vacías. Todo lo que se veía estaba hecho para
la pereza y la falsedad, y se respiraba una inaguantable vileza.
La
principal característica del pillaje y de tu VISA en él era el
aura. Al recordar una estancia en las plantas altas de Bankia te
impresiona el sentimiento de haber vivido durante un tiempo en el
cielo. Lo singular era que el cielo tuviera un color azul pálido,
pues una profusión de nubarrones se cernía sobre la impávida
chusma errante, endeudada, con preferentes, venerando al vigor
azulado del PP, sin la constancia del robo que brillaba con un
amarillo intenso y fresco en las cadenas doradas y los Rolex. A
mediodía el aire arañaba la tierra, como una llama; centelleaba,
se ondulaba y brillaba como agua fluyendo, reflejaba y duplicaba
todos los objetos, creando grandes fuegos fatuos. Allí arriba
respirabas a gusto y emanabas seguridad y ligereza moral. En las
plantas altas te desperezabas por la mañana y pensabas: «Estoy
donde debo estar».
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Yo
tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El
ecuador atravesaba aquellas tierras a un centenar de millas al
norte, y la granja se asentaba a una altura de unos seis mil pies.
Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las
primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y
sosegadas y las noches frías.
La
situación geográfica y la altitud se combinaban para formar un
paisaje único en el mundo. No era ni excesivo ni opulento; era el
África destilada a seis mil pies de altura, como la inmensa y
refinada esencia de un continente. Los colores eran secos y
quemados, como los colores en cerámica. Los árboles tenían un
follaje luminoso y delicado, de estructura diferente a la de los
árboles de Europa; no crecían en arco ni en cúpula, sino en
capas horizontales, y su forma daba a los altos árboles
solitarios un parecido con las palmeras, o un aire romántico y
heroico, como barcos aparejados con las velas cargadas, y los
linderos del bosque tenían una extraña apariencia como si el
bosque entero vibrase ligeramente. Las desnudas y retorcidas
acacias crecían aquí y allá entre la hierba de grandes
praderas, y la hierba tenía un aroma como de tomillo y arrayán
de los pantanos; en algunos lugares el olor era tan fuerte que
escocía las narices. Todas las flores que encontrabas en las
praderas o entre las trepadoras y lianas de los bosques nativos
eran diminutas, como las flores de las dunas; tan solo en el
mismísimo principio de las grandes lluvias crecía un cierto
número de grandes y pesados lirios muy olorosos. Las panorámicas
eran inmensamente vacías. Todo lo que se veía estaba hecho para
la grandeza y la libertad, y poseía una inigualable nobleza.
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2 de octubre de 2014
“Yo tenía una tarjeta en Bankia...” (Memorias de Bankia)
Una horda de sinvergüenzas han “tomado prestados” 15 millones de euros de Caja Madrid-Bankia. Pasaron como ímprobos “consejeros” cuando las cosas iban bien. Sin embargo, tras el mastodóntico rescate público de la entidad, saltaron las alarmas sobre la labor desempeñada por los gestores y por la supuesta función vigilante de los consejeros, propuestos desde diversos partidos políticos. Imagínense el comienzo de la autobiografía de uno de ellos haciendo una burda imitación de, por ejemplo, Memorias de África (también robarían ideas, claro).
Muy bueno.
ResponderEliminarHay poesía en el crimen organizado.
ResponderEliminarHe ido comparando los textos y me descubro ante el autor: lo ha clavado.
ResponderEliminarLo que no quita que estos sinvergüenzas sigan campando a sus anchas. Si en verdad hay justicia el juez y el fiscan deberían actuar ya.
Como una triste fábula, y los demás viéndolo como gilipollas...
ResponderEliminarConfabulados.
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