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29 de abril de 2015

El texto no es falso

Fernando Veloso nació dos días antes de haberse llamado Alberto. Sus padres apenas se conocieron en uno rápido. Por supuesto que la cigüeña tampoco lo trajo de París y la noche en que se le oyó el primer llanto en la clínica nacieron una docena de bebés más. Pero a los dos días de vida el destino pegó un giro. Y a los tres días, y a los cuatro días...

F. de Goya: El Destino 

Alberto Veloso jamás existió; sí, Alberto Juárez y Alberta Miralles. El premio Nobel de Física a Alberto Juarón debió de influir en la matrona, que así rotuló sus nombres, aceptados con desdén por las jóvenes madres. De haber algún Alberto Veloso, habría sido años después, cuando su madre, Luisa Veloso, se hubiera repuesto de aquel golpe del destino. Siempre el destino.

Luisa iba camino de los diecisiete. Mas su aspecto infantil alertaba de su desesperación por más que sonriera tratando de que Fernando cogiera el pecho. Ninguna en 'La Milagrosa' alcanzaba la mayoría de edad, y las había aún más jóvenes. Enma apenas pasaba de los catorce, pero, según las monjas, “era toda una personalidad y sería una gran madre”. Para mí que lo decían por sus hechuras: corpulenta, ancha de caderas y de hombros, piernas y brazos recios... En fin, una mujerona. Una niña al fin y al cabo —
criatura—. Luisa era menuda, de aspecto frágil, pero hasta cuarto de Secundaria siempre arrollaba con su desenvoltura y donaire. Ni ella se habría imaginado llegar a ese abatimiento: sus muecas hacia el bebé que detestaba trataban de ocultar la tristeza a esos adultos extraños. Pues nada le agradaban aquellos rostros melosos, llenos de candor estudiado, que parecían urdir algo. Sin parar, maquinando algo para ella y para ese bebé que, después de todo, era suyo, pues ella lo había llevado y ella lo había parido. La segunda noche durmió algo más y evocó en sueños los trenes nazis que llevaban a los judíos a las cámaras de gas. Demasiado parecido para ser verdad. Aunque al despertar albergaba la esperanza de que hicieran eso con el pequeño Fernando. Apenas podía escapar de la realidad en que se encontraba: su realidad, la de Luisa Veloso, madre a los diecisiete. Maldito destino.

Había sido llevada a la clínica por su madre, a regañadientes. Lo nunca visto; ni para llevarla al colegio. Siempre buena alumna, siempre dispuesta, siempre responsable. Como debía ser en la casa de los Veloso. O como esperaban que fuera siempre los jóvenes abuelos. El padre de Luisa, un importante aprendiz de todo, no sabría del escándalo de su hija hasta una semana después, en su lecho de muerte, víctima de un accidente de coche... y del alcohol. Su última visión, la de su hija, fue tan efímera como su sonrisa, cuando se le aproximó a mostrarle al nieto. La forzada sonrisa de Luisa también se borró. Fernando permanecería ajeno a este hecho desde entonces —es decir, siempre—. La señora Lola, abuela y viuda en pocos días, selló la memoria de su difunto marido aquella noche lluviosa de marzo. A Luisa no le costó seguir el ejemplo de su madre ni aun manteniendo ese odio hacia la persona que aniquiló tu infancia con gritos y exabruptos. Ni comprensión ni hostias; aquello no fue un padre, acaso un nefasto instructor. Y su madre, estúpida cobarde, que jamás osó alejarse de semejante dictador, no era más que la lisonjera pasajera de un barco que se hundió nada más partir. Sería el único ejemplo que seguiría de la vieja. Porque era fuerte, porque sabía lo que quería, porque, a pesar de aquel inesperado hijo, seguiría luchando por sus sueños y llegaría a ser una gran científica, como había ansiado desde niña. Como había imaginado mientras contemplaba las estrellas desde su ventana y contaba historias de alienígenas a Kirche. ¡Ay, Kirche, su Kirche, ese harapo que aún guardaba de confidente hasta el día en que supo que estaba embarazada! ¡Cómo odiaba el nombre de Fernando! “Kirche, Kirche, venga”, susurraba al bebé tratando de darse ánimos para amamantarlo. “¿Qué mascullas, hija mía?”, preguntaba en vano la Lola. Luisa sobrevivió incluso a los días inmediatos a la salida de la clínica, pese a los chismorreos que su madre recogía del portal, del supermercado y hasta por la calle. Las lágrimas de rímel de quien decía cuidarla no erizaban ni un pelo a Luisa. La conocía bien y, con todo, la amaba. Dicen que madre no hay más que una, y ahora le tocaba a ella. El destino.

Los sueños de Auschwitz fueron convirtiéndose en pesadillas. El amor a Fernando fue eclosionando como si el pequeño estuviera rompiendo el cascarón que privaba a la madre de la apariencia del hijo, como si esa apariencia encarnara la ternura. Como si Luisa fuera conectando de nuevo con su carácter, con su pasión por la vida. Gracias a ese encantamiento que suele aparecer entre los dos y los tres meses con eso que llaman sonrisa social.

Hoy Fernando cumple veinticuatro años. Es maestro, como su madre. Luisa sigue albergando la esperanza de estudiar Químicas, pero las necesidades perentorias le hicieron seguir un camino más corto para su familia. Ella contó con una férrea voluntad para seguir adelante, pero sabe que su hijo no es tan fuerte, de lo cual suele martirizarse con esa eterna pregunta: “¿Hice bien criándole con todo mi amor?”. Fernando se está preparando las oposiciones, no especialmente motivado, sino empujado por su madre. Ella formará parte de un tribunal y no duda en prestarle toda su ayuda para que el chaval salga adelante. Toda su ayuda, ¿quién no haría eso por su hijo?

El futuro ya lo conocéis: Fernando Veloso, inspector de educación, trabaja como asesor de la Consejería. Cada cuatro de noviembre llevará crisantemos a la tumba de su madre. Luisa falleció víctima del destino, tras su segundo parto. El bebé se salvó dos días antes y pudo llamarse Alberto Veloso. Así lo quiso su padre, el Nobel Alberto Juarón, en honor a Luisa, una vez más, víctima de su destino. Como cualquier otro. Pues las cosas pueden ser así o no*.



*Ojalá todas las mujeres pudieran decidir sobre su embarazo, ya que no pueden elegir su destino (si es que existe).

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