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13 de abril de 2013

Nosotros somos el sistema

Cambio, la variable constante; siempre hay cambio. Siempre hay oportunidad de cambio, si bien habría que detenerse a reflexionar cómo queremos que se dé ese cambio. A nivel de individuos hay cambios; luego, también es seguro que los haya a nivel de organizaciones. Porque, parafraseando a José Luis Sampedro, otro mundo es seguro, y, dentro de este, otros sistemas son seguros.


Para empezar acotando, podríamos hacer una primera clasificación: cambios espontáneos, y cambios intencionales.

Son cambios espontáneos aquellos que se producen a lo largo del tiempo sin conciencia de ellos durante el presente ni hacia el futuro y, por tanto, solo se tiene constancia de ellos una vez se han producido, en un instante en que ya no se ha podido intervenir sobre ellos. Así, los cambios espontáneos están relacionados con el pasado. En el otro lado, los cambios intencionales son aquellos que se esperan producir en un futuro desde la intervención sobre el presente con la finalidad de lograr algo. Como es obvio, los cambios espontáneos se producen siempre y, desde la visión occidental1, se trata de actuar sobre las circunstancias que en ellos inciden para provocar cambios intencionales. De manera que el cambio intencional es siempre una aspiración, un ideal.

A decir verdad, el cambio intencional responde mucho al paradigma mecanicista. Sin embargo, este paradigma, abanderado del avance científico hasta el siglo XX, empezó a ser cuestionado sobre todo a partir del principio de incertidumbre de Heisenberg2 (primer tercio del siglo XX). Pese a su cuestionamiento, el mecanicismo, en su variante neopositivista, aún tiene mucha vigencia por varios motivos: desde la reformulación de la ciencia aceptada principalmente de Popper y por la aplicabilidad de esta en la cada vez más omnipresente tecnología. De hecho, incluso la psicología trató de adoptar el paradigma positivista de la mano de los neoconductistas, de gran repercusión en las concepciones pedagógicas hasta la década de los sesenta -por citar un ejemplo-. Y que parece resurgir en los últimos años.

Es en esa época cuando empiezan a tomar cuerpo nuevos modelos explicativos de la realidad. Aunque para muchos el verdadero cambio se produjo a partir de Freud – mucho antes-, no se puede hablar de un cambio profundo de paradigma científico, en todos sus ámbitos (más allá de la terapia médica y psicológica incluso), hasta mediados del siglo XX, tras la posguerra de la Segunda Guerra Mundial. A partir de entonces tienen su auge las teorías humanistas, el existencialismo, entre otros movimientos intelectuales, y las colonias de principio de siglo se independizan de las potencias occidentales, como ejemplo de cambio político trascendental. El Mundo ha cambiado y el hombre no ha podido o no ha sabido hacer mucho, se cree. Junto con la explosión demográfica se produce el aumento de las diferencias sociales, especialmente entre los países desarrollados y el resto, pero también dentro de los países desarrollados. Donde la creación de una mayoritaria clase media no evita la exclusión de millones de personas, que se saben excluidas y que saben que pueden movilizarse; comienza el auge de la información.

La ciencia natural ya no puede explicar todo. Las ciencias sociales comienzan a reivindicar su puesto dentro de las Ciencias3. Se empieza a aceptar la diversidad de paradigmas (Kuhn, 1975) y se reconoce una realidad mucho más compleja que la promulgada desde los presupuestos de la mecánica celeste de Newton.

De tal manera que podríamos referirnos al cambio intencional desde el punto de vista de una actitud, una predisposición en una determinada dirección, idealizada quizás, y no sin escepticismo. Siempre nos queda una incertidumbre. Por poner un ejemplo: cuando tratamos de medir la longitud de un coche, podemos cometer dos tipos de errores: si medimos con una regla escolar, cometeremos un error de tipo sistemático, que podríamos haber enmendado al medir con una cinta métrica; pero, incluso midiendo con la cinta métrica, cometeremos un error de tipo aleatorio, pues, al fin y al cabo, la escala de la cinta está limitada a milímetros (nuestro error aleatorio absoluto será de ± 1 mm; “existe vida por debajo del milímetro”). Es decir, nuestra intención de medir la podemos llevar a cabo, pero somos conscientes de nuestras limitaciones, no determinamos exactamente la realidad, sino que nos aproximamos a ella.

De forma análoga, un cambio intencional, un cambio que nos propongamos, tendrá una finalidad, pero, aunque no cometamos errores de tipo sistemático (que los cometeremos), es inevitable que la consecución de esa finalidad no solo dependa de nuestra intención. Si en el burdo ejemplo de la medida de longitud, nuestra limitación la restringimos a un solo parámetro, ¡cuán difícil sería cuando nos referimos a cambiar una organización, donde es posible que ni conozcamos todos los parámetros!:

«A la luz de todas estas calamidades no intencionadas, me pregunto si efectivamente estamos algo más cerca del control consciente de la evolución cultural que nuestros antepasados de los albores de la Edad de Piedra. Como ellos, no paramos de tomar decisiones; pero, ¿somos conscientes de que estamos determinando las grandes transformaciones necesarias para la supervivencia de nuestra especie?».4


La casa por el tejado
¿Intencionalidad?, ¿por qué nos planteamos tal o cual finalidad?. Tenemos que encontrar unos motivos que nos impulsen a un cambio intencional. Podríamos reducir los motivos a dos grandes clases: de mejora de la realidad, de adaptación a nuevas realidades previstas o sospechadas. Otros motivos estarían dentro de estas dos clases, incluyendo los motivos espurios -¡ojo!-: los promovidos desde el capricho injustificado y no compartido de una sola persona en una organización, por ejemplo.

Para acabar de acotar, habríamos de diferenciar los cambios atendiendo a otro criterio: el de su reversibilidad. Así, se distingue entre evolución y revolución. En nuestra humilde opinión, la evolución siempre es más pacífica que la revolución porque permite cierta vuelta atrás. Aunque, si seguimos el Segundo Principio de la Termodinámica, hasta ahora infalible en Física, no existen cambios totalmente reversibles. Pero -¡atención!- la revolución funciona como un tornillo al que giramos hasta atorarse, sin vuelta atrás en ningún caso. De cualquier forma, nunca volveríamos al punto de partida. Con lo cual, quizá sea interesante reflexionar sobre las consecuencias sin renunciar a nuestro poder sobre los cambios. El cambio gradual o cuantitativo también deviene en un cambio cualitativo, pensemos sobre eso.


Teniendo en cuenta la velocidad del cambio, considerando que somos seres sociales y que el determinismo no nos afecta tanto como pretenden, hemos de plantarnos y negarles sus argumentos. Porque sí se puede según nuestros criterios, porque tenemos criterio. Llega el momento de tomar las riendas: si queremos decidir sobre nuestro futuro, podemos seguir evolucionando, pero la evolución pasa por nosotros. Porque nosotros, el pueblo, la sociedad civil, podemos decidir nuestros cambios y nos toca hacerlo. No permitamos la involución, porque nosotros somos el sistema.



1 En la tradición de la filosofía oriental se da más un fundamento contemplativo que explicativo.

2 Viene a decir algo así: “es fundamentalmente imposible efectuar mediciones simultáneas de la posición y velocidad de una partícula con precisión infinita”.

3 Sin someterse al clásico método científico que incluso trató de adoptar Comte para la sociología

4 Harris (1995, p. 453). Hace referencia a las consecuencias no predichas en los avances tecnológicos, por ejemplo (como el tráfico, la contaminación y el estrés causados por la producción de coches en serie, quizás)


1 comentario:

  1. Simplemente genial! Nunca había visto argumentos tan claros. Felicidades por el post.

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