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16 de enero de 2016

Ni batallones de alumnos ni seres de luz


Es la libertad un término con muy diversas acepciones, cuando no interpretaciones. A veces aun invocado desde ideologías enfrentadas. Suele ser también un término presente en el ideario de muchos proyectos educativos incluso en centros con equipos directivos de marcado carácter autoritario. Con mayor o menor fortuna la libertad señala al individuo, ¿quién no se siente a gusto cuando le prometen beneficios individuales sin limitaciones? Hay un objetivo curricular básico para la Etapa de Educación Infantil que puede sintetizarse así: “Descubrir progresivamente [el alumno] sus posibilidades y limitaciones”. Si reflexionan un poco, verán que es harto ambicioso y que podría ser traducido como un objetivo para cualquiera de nosotros durante toda la vida. Si no nos movemos en el existencialismo de Sartre (y en sus matizaciones), generalmente, será difícil dar con personas que afirmen que cada uno de nosotros es totalmente libre. Pero, análogamente, será complicado encontrar personas convencidas de que todo está sometido a un orden estricto y que en absoluto somos libres. Entre ambos extremos nos situamos para prestar atención a qué podemos hacer y en qué tenemos limitaciones.
 
Es incuestionable el auge paralelo que ha tenido la universalización de la educación formal con el proceso de industrialización en los últimos doscientos años y, aunque resulta siempre controvertida la discusión en torno al fomento de la escuela como instrumento necesario para el incremento productivo, tampoco se puede negar el estrecho vínculo entre la educación y la formación para el trabajo de una o de otra forma. Con todo, la mayoría asumimos que la educación completa ámbitos de la vida no ligados directamente al trabajo. Por eso cabe preguntarse sobre el modelo tradicional de educación con su consiguiente organización del trabajo y de las relaciones en el aula (que podríamos extender al centro educativo, por supuesto). Veamos gráficamente, por ejemplo, dos formas de organizar las mesas y las sillas de los alumnos y del docente en el aula:



Piensen no solo en la educación, también en sus propias vidas. ¿La vida es ordenada y siempre llevamos el control?, ¿o siempre hay algo que se nos escapa? Puede que Dios no juegue a los dados, pero es pretencioso suponer que podemos conocer todo a cada instante. O asumimos que hay un orden dentro del caos o estaremos construyendo castillos en el aire. De la misma forma, si transmitimos un modelo de organización de la clase rígido, estaremos bastante lejos del verdadero orden. Ni siquiera las leyes son perfectas, ¿por qué transmitir normas absolutas? Una cosa es aspirar a la perfección, y otra bien distinta es renunciar a lo que existe sin ser perfecto. Una clase es algo vivo; aunque tratemos de controlar todo lo que allí ocurre, jamás lo conseguiríamos: no podríamos evitar los pensamientos individuales de los alumnos... ¿o es que aspiramos a formar batallones? Además una clase, un aula, se enriquece si permitimos que viva, que se manifieste. Si contribuimos a que se desarrolle la comunicación entre sus miembros, estaremos favoreciendo el intercambio de información, la creación de mayores relaciones afectivas, sociales, cognitivas, etc. Lo cual se favorece con un intercambio multidireccional, ya sea mediante una organización espacial (gran círculo, pequeños grupos...), ya sea por los modelos de comunicación (debate abierto, turno de palabra...), etc.

Sin embargo, para que esto sea posible, los elementos que formamos la clase, alumnos y docente, debemos conocer algunos de nuestros cometidos y de nuestras restricciones dentro del medio en que nos encontramos. Algunas restricciones: Uno sabe que no debe cruzar la calle sin mirar, porque se expone a ser atropellado; uno aprende que no debe tirar piedras hacia arriba, porque se expone a que otros se sientan con el mismo derecho a hacerlo y pueda ser escalabrado; uno aprende que si grita, provoca que otros griten y no se pueda conversar con normalidad. Algunos cometidos: Cuando voy al cine, compro la entrada a la persona de la taquilla, no a quien está esperando cola como yo; una flautista toca la flauta, no hace una paella en mitad de un concierto; un alumno participa en clase, no duerme en clase. Esto no siempre está claro y conviene explicitarlo, valorando que no se puede acotar todo, como decíamos. Así, conviene acordar estas restricciones y cometidos entre todos. Ya que esta asunción de compromisos comunes por todos es más eficaz que si se imponen verticalmente y sin la comprensión de quienes han de respetarlos. No obstante, hay que tener en cuenta el momento madurativo de los alumnos.

Si no lo hacemos así, pasará algo tan frecuente como esto: la atención individual que pretendía el profesor no abarca a todos los alumnos y muchos de los que se sienten desatendidos empiezan a perder el interés por la clase; entonces el docente muestra su cara menos amable, quizá su verdadero rostro, y empieza a imponer una disciplina basada en la amenaza (o refuerzo negativo, según algunos); la estrategia cambia definitivamente aunque en el fondo los contenidos siguen siendo los mismos, los que él impone, pese a su sucedáneo intento por consensuar. Los alumnos no saben cómo emplear su tiempo porque no tienen asumido su cometido ni se sienten autónomos. El profesor debería haber favorecido con anterioridad, mediante la creación de hábitos o mediante un consenso, que cada alumno tuviera iniciativa dentro del aula, que no dependiera tanto de los designios del docente. Además, deberían haber debatido o experimentado normas sobre el funcionamiento ordinario de la clase: cuando un alumno acaba, lee, charla con el compañero, pero evita llamar la atención gritando o chinchando a las demás personas de la clase. Pero, en suma, todo esto se puede resumir en una palabra: planificación. Ya que, como decíamos, todo no se puede controlar, pero hay que controlar unos mínimos para que aquello siga siendo un ambiente escolar en el que se desarrollen las funciones para las que fue concebido.

Pero –ojo– cuidado con algunos modelos alternativos al de la escuela tradicional que dicen basarse exclusivamente en la educación emocional, como si fuera lo único importante. Recuerden cómo empezamos argumentando: “...posibilidades y limitaciones”. Nos guste más o nos guste menos, estamos sometidos también a las emociones de los demás, si lo ven así. ¿O es que las emociones de los demás no hay que tenerlas en cuenta? Somos seres emocionales, pero también nos relacionamos, nos comunicamos de diversas formas y compartimos conocimiento para hacer un mundo más amable, enfermedades, volcanes y demás adversidades naturales incluidas. Que no queremos batallones de trabajadores alienados, pero tampoco somos seres de luz, coño.


2 comentarios:

  1. Totalmente de acuerdo! Siempre me ha parecido excesiva la corriente tan actual de centrar, no sólo la educación, en la contemplación de las propias emociones, olvidando que una gran parte de a inteligencia emocional consiste en la adecuada relación con el otro y sus emociones, en la empatía y la aceptación. y es verdad, ni somos "seres de luz" ni queremos serlo.

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    1. No digo que no haya que reformar la metodología, e incluso echar un ojo a las finalidades de la educación. En realidad, muchas cuestiones de la Escuela Nueva, por ejemplo, con mucha labor empírica detrás, apenas pasan del negro sobre blanco. La enseñanza de pupitre, de niños memorizando frases de libros de texto no funciona; no aprenden. Pero dejarse llevar por intuiciones místicas de cuatro iluminados no lleva más que escuelas Waldorf y demás sucedáneos. Sí, hay que dejar espacio para las emociones, y compensar aquellas cuestiones que no son resueltas en la familia, o aquellas mermas que provocan las campañas salvajes de consumismo. Pero la escuela está para garantizar el derecho a la educación de los menores, el derecho a comprenderse consigo y en la relación con su entorno real... REAL.

      Gracias por comentar, Anabel.
      Un saludo

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