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31 de diciembre de 2015

El valor de nada


Calendario hinduista
Son los números ese gran invento del hombre que sirvió para contar y para comparar cantidades, entre otras cosas. Sin embargo, como tantos objetos abstractos, la dificultad de su representación ha ido mostrándonos diferentes sistemas a lo largo de la Historia. Hoy en día utilizamos un sistema de representación numérica posicional, que en base diez sabemos aplicarlo desde que acudimos a la escuela.

Vamos contando y acumulando unidades hasta tener diez, y nos apuntamos esa primera decena. Seguimos contando y acumulando unidades, hasta la siguiente decena... Con diez decenas, ya tenemos la primera centena, etcétera. Es un sistema de representación práctico porque nos recalca el orden en que vamos contando y acumulando unidades. Y, así, no es lo mismo 1234 que 4321, por ejemplo. 



Pero no vengo a hablaros de contar objetos, sino de contar giros. Más concretamente, vueltas al Sol, que es la forma en que contamos los años, ¿verdad? Para ello he de empezar admitiendo que a los niños no siempre les dejamos experimentar y hacerse preguntas. O, al menos, a veces nos adelantamos en nuestras respuestas. El caso es que, tras observar que “el Sol se mueve” entre el día y la noche, le decimos al niño que es la Tierra la que gira sobre sí misma (rotación). Vamos más allá y realizamos un viaje por el Espacio a bordo de una nave para ver cómo, además, la Tierra gira en torno al Sol (traslación)... Y el peque se lo cree (sí, se lo cree). Solemos utilizar modelos de psicomotricidad para que “el niño lo acepte con mejor comprensión” –ojo con este comentario–: el niño da vueltas sobre sí mismo mirando una ventana por donde entra la luz solar y le ayuda a intuir la rotación constatando que la luz está fija; el niño da vueltas alrededor de una pelota amarilla en el centro del salón, y a cada vuelta completa le decimos que ha completado un año de traslación.

Pero, ¿y mientras?

Es la pregunta que se hace tu hijo cuando han pasado unos meses de su cumpleaños: “Papá, ¿ya tengo cuatro años y pico?” (que se suele responder con este chascarrillo: “No, no tienes pico, tienes boca”). Y claro, entonces el niño hace una ilación de las suyas: “¿Entonces Manuel por qué tiene cero años?”. En realidad su primo tiene cuatro meses; es decir, un tercio de año, que no es cero, y tratas de explicárselo con un “reloj del año”, tal que así:


Recordemos que el niño empezaba a retener la secuencia “uno, dos, tres” a partir del equivalente al “preparados, listos, ya”, justo antes de empezar a saltar, a correr... Que, posteriormente, fue aplicando para nombrar pequeñas cantidades de objetos, al contarlas primero, y, con suerte, compararlas después. Pero la palabra “cero” no le era familiar, sino, más bien: “ninguno” o “nada”. Artificialmente va incorporando la expresión “cero cosas”, que suele chocarle, puesto que ya tiene interiorizado que el plural es para colecciones de cardinal mayor que uno y le hemos recalcado que cero es “menos” que uno.

Pues bien: “Mira, un año es una vuelta al Sol. Tu primo Manuel aún no ha terminado de dar la vuelta al Sol, y por eso aún no tiene un año”. Nuestro hijo nos contempla sin creernos y añade: “Manuel ya ha nacido, así que no tiene cero años”. Y tú, desesperándote por no explicarle los quebrados a sus cuatro años (y pico), echas mano del reloj del año y le señalas los meses (sin olvidar que tu hijo hace un verdadero acto de fe creyéndose la milonga de la traslación de la Tierra en torno al Sol).

Esto es tan verídico como el proceloso camino que hemos seguido desde los antiguos egipcios para medir el año. Ya hace más de cuatro mil años que lo dividían en 365 días y en doce meses de treinta días; les sobraban cinco días, que no correspondían a ningún mes (obsérvese que 360 días corresponden con los 360º de una circunferencia). Los romanos comenzaron empleando un calendario de diez meses (hasta diciembre), que, por caprichos de César, pasó a ser de once (añadiendo julio) y, por los de su sobrino Augusto (ya emperador, y para no ser menos), pasó a ser de doce meses (añadido agosto). En realidad, Augusto llevó a cabo esa modificación también para introducir una corrección: los años bisiestos cada cuatro años. Modificación insuficiente hasta que en 1582 el Papa Gregorio XIII acometió la reforma definitiva para corregir un desfase de diez días desde el año 325 (Concilio de Nicea). Desde entonces adoptamos en casi todo el mundo el calendario gregoriano, que mantiene los bisiestos salvo en los años múltiplos de cien que no sean múltiplos de cuatrocientos (Ej: 1900 no es múltiplo de 400, y no fue bisiesto; 2000 sí es múltiplo de 400, sí fue bisiesto). Y todo ello debido a que el año trópico dura algo más de 365 días (aproximadamente 5 horas y 49 minutos más).

Debido a estos cambios, nos dejamos algunos asuntos por el camino. Por ejemplo: Teresa de Jesús murió el 4 de octubre de 1582 y fue enterrada al día siguiente, el 15 de octubre de 1582; o, Cervantes murió el 23 de abril de 1616, pero Shakespeare murió diez días después, el 3 de mayo, ya que Inglaterra no adoptó el calendario gregoriano hasta 1752.

Sin embargo, hay una cuestión que no hemos sido capaces de resolver con calendario civil alguno: y es que en el calendario gregoriano no hay año cero. Y tampoco hay siglo cero. Así que, a pesar de la denominación histórica a. C. y d. C., resulta que Cristo nació en el año 1, del siglo I, y no en el año cero. Hay muchas pegas para cambiar esta convención, y es posible que no se cambie. En cualquier caso, ahora ya comprenderéis mejor a vuestros sobrinos ante su dificultad para incluir el cero en su colección de números. ¿Diríais que el cero es un número natural? Algunos matemáticos no lo tienen tan claro.

Y no lo habéis preguntado, pero por qué dividir el año en meses y no en semanas. Fijaos en que 365 no es múltiplo de siete (días), pero 364 sí. ¿Recordáis que a los antiguos egipcios les “sobraban” cinco días en su año de 365? Pues podríamos tener años de 364 días con dos días de Nochevieja. ¡Feliz Año Nuevo a todos!









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