No siempre amanecía como nos tenía acostumbrado. Más bien, ningún día era igual que el anterior. Uno esperaba que fuera así: inesperado. Si llevaba un mes lloviendo, puede que ese día al fin escampara; si llevabas años con tu pareja, puede que ese día...; si llevabas dos años en paro... Nada parecía ser para siempre. Eso parecía lo normal. Pero todo empezó a cambiar desde aquella lúgubre mañana. Todo empezaría a ser igual.
Lolo fue
el primero de su promoción en indignarse ante las poco halagüeñas
perspectivas laborales. Los demás habían ido trampaleando
como podían, siempre al amparo de sus familias. Una familia
asentada, de los que entonces era clasificadas en la clase media,
parecía tener cierto estatus socioeconómico, no siempre cultural,
que en épocas de bonanza brindaba grandes oportunidades de ocio. Un
ocio generalmente de pago: celebraciones en bares y restaurantes,
compras de ropa fuera de la época de rebajas, hijos apuntados a
innumerables actividades extraescolares y campamentos... En fin, todo
aquello que a cualquiera le permitía continuar a los cuarenta con
aquel tren de vida que habría ansiado permitirse con veinte años
menos. Con veinticinco años, los que tenía Lolo, ¡quién los
pillara!
Isa
nunca fue la primera en nada. Su medio siglo de arrugas incipientes
solo le había dejado una hija en paro y sin estudios, y un exmarido
celoso. Ah, y una hipoteca de la hostia. Afortunadamente —o eso se
decía—, daba gracias a Dios por conservar su trabajo de
administrativa. Por entonces se accedía a un puesto de trabajo por
méritos propios —o eso se decía—, aunque mantenerse en él era otro
cantar, que se debía más al buen rollo y al trato generoso con los
compañeros —o eso se decía—. En fin, que hasta entonces el trabajo
era el hito cotidiano de la dignificación —o eso se decía—. Pero
empezaron a escasear puestos como el de Isa, ¡quién lo pillara!
Don
Eusebio solía pasarse por el colegio una o dos veces al mes. Aún
era intenso el afecto que sentía por toda una vida dedicada a la
enseñanza. Había visto cambiar el barrio a través de los ojos de
sus alumnos: primero los padres, luego los hijos, y a punto de
jubilarse, hace ya cuatro años, los primeros nietos. Desde la
barrera de la jubilación solía asomarse al calor de las recurrentes
charlas contra las nuevas reformas educativas del Gobierno de turno.
En realidad, en los últimos años aquello había decaído bastante;
no por la calidad de la oratoria, que también, sino, más bien, por
los hechos y circunstancias que acompañaban a aquellas palabras
huecas: compañeros que seguían escolarizando a sus hijos en centros
concertados y que se acogían a seguros médicos privados. Aunque se
lo reprochaba, sus antiguos compañeros, sobre todo los más jóvenes,
refiriéndose a su pensión, trataban de rebatirle con un “¡quién
la pillara!”.
Pero
todo cambió para siempre aquella lúgubre mañana.
Durante
siglos los humanos habían mantenido siempre aquella discusión
acerca de la naturaleza humana. A fuer de concretarla, estos podrían
ser sus términos:
Según el planteamiento menos biologicista, el hombre no es hombre por haber nacido hombre, sino por haberse hecho hombre en la relación con otros hombres, desarrollando ese potencial humano impreso en su genética:
«Para
ser hombre no basta con nacer, sino que hay también que aprender. La
genética nos predispone a llegar a ser humanos pero sólo por medio
de la educación y la convivencia social conseguimos efectivamente
serlo». Savater1
(1997, p. 37)
«La
razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y
que cualquier otro animal gregario, es clara». Aristóteles2
(1986, p. 48)
En el otro lado, el planteamiento más biologicista sugiere que cada etapa vital tiene sus propias características, que la diferencian de otras: la infancia sería diferente de la adultez, y ambas, a su vez, de la adolescencia, por ejemplo. Pero, en cualquier caso, según este planteamiento, el hombre es hombre desde que nace:
«De
esta misma opinión se muestra Spaemann cuando sostiene que todos los
humanos, por el hecho de pertenecer a la especie homo sapiens
sapiens, por compartir la misma naturaleza –aunque algunos la
posean en la fase del desarrollo biológico o en condiciones
precarias-, deben ser reconocidos como personas». García
Amilburu (en
Ruiz Corbella, M.3
(coord.) (2003, p. 19))
«En
estos llantos que pudieran creerse tan poco dignos de nuestra
atención, nace la relación primera del hombre con todo cuanto le
rodea; aquí se forja el primer eslabón de la dilatada cadena que
constituye el orden social ». Rousseau4
(p. 53)
Keith Richards |
Lolo,
Isa y don Eusebio aún lo recuerdan, y, como ellos, todos los demás
lo recordamos porque aquel año murió Keith Richards.
1
Savater, F.
(1997). El valor de
educar. Barcelona,
Ariel
2
Aristóteles
(1986): Política.
Madrid, Alianza
3
Ruiz Corbella,
M. (Coord.) (2003): Educación
moral: aprender a ser, aprender a convivir.
Barcelona, Ariel