Nunca el
progreso se ha vendido de manera tan chusca. No importa que hayas
hecho un doctorado y tengas el propósito de seguir investigando
sobre la fijación biológica del nitrógeno. Te dicen que lo
sustancial es que te recicles continuamente en las nuevas
tecnologías, en la gestión de equipos humanos y en no sé qué
gaitas. Así, de paso, se matan dos pájaros de un tiro: se evita
fijar la atención en la anquilosada estructura empresarial española,
y se desprestigia aún más a la Universidad pública.
La
solución nos la están dando quienes compraron sus títulos en las
escuelas de negocio, en las universidades privadas o en el mercado
negro de contactos de acceso a la función pública. Esto último,
para quienes no lo acabéis de haber comprendido, lo entenderéis
mejor si os preguntáis cómo es posible que entre algunos de
nuestros “egregios” gobernantes hubiera: un registrador de la
propiedad, un par de abogadas del Estado, un par de técnicos de
Información y Turismo, y, cómo no, un inspector de Hacienda. La
solución que nos dan tan insignes dirigentes (gobernantes y altos
ejecutivos de grandes corporaciones) no suele pasar por lo que en
ellos ha contribuido notablemente a su éxito personal, que no es
otra cosa que su pedigrí y, en muchos casos, un sistema político
proclive (demasiado proclive, como ya apuntaba). No. Lo que esta
casta (no todos son “la casta”, otros son meros mamporreros)
preconiza es el adorno, el falso compromiso y el sálvese quien pueda. Es en cierta forma parte de lo que les ha acompañado toda su
vida para montarse a lomos del éxito profesional, pero que, desde
luego, ellos nos venden en su versión disfrazada: esfuerzo, tesón,
libertad, lealtad... Es curioso, porque esto último, lealtad, no es
más que una manera ridícula de llamar al contrato con quien les
hizo favores.
Esta
caterva de prohombres se las dan de trabajadores incansables, de
amigos de sus amigos, familiares de su familia, defensores de los
valores universales... Vamos, unos dechados de virtudes. Pero son
personas mediocres, ni más ni menos, como la mayoría de nosotros.
Lejos de lo que dicen promover, ni son excelentes en su trabajo ni
son referencia de nada que sobrepase la mediocridad. Son capaces de
reírse de sus propios chistes (pero no de sí mismos), hasta se
admiran cuando tienen un artilugio de última generación y que en su
vida serían capaces de sacarle la décima parte de su partido.
Porque en el fondo son unos clásicos. También suelen hacer loas de
la calidad de vida, de esa que han empezado a seguir instruidos por
algún chamán de los que les rodean: que si comida sana, que si
pilates, que si paddle, que si jogging... Lo que jamás han hecho en
su vida, pues eran los últimos en ser elegidos para echar un
partidillo de fútbol, a los que nadie sacaba a bailar en las
verbenas... Sin embargo, ahora parecen lucir tipín, se codean con
diseñadores y demás seres emperifollados. Y se unen para fomentar —tachán— la Marca España.
Porque
de eso se trata, de crear imagen “competitiva”. Hemos de
reconocer que en eso no se les ha dado mal. Pero veamos a qué
precio.
Básicamente
consiste en crear valor añadido a la mediocridad. Por ejemplo:
tienes un yogur, pues le añades bacilos intestinales; tienes una
zona de terrazas en el centro de Madrid, pues introduces la figura de
la cup of relaxing café con leche... Y así. El truco lo
conocen los publicistas desde hace tiempo, incluso antes de “el
nuevo traje del Emperador” que narró el genial Andersen (que
supongo que nada tiene que ver con la consultora de Arthur). Ahora se
trata de dar cancha a la generación más formada de nuestra Historia
para que hagan de su capa un sayo y se dediquen a vender. Lo que sea:
productos milagro, playas paradisiacas, cultura de vanguardia,
aplicaciones informáticas de lo que sea... Hay que vender; no
importa tanto la verdadera calidad ni los beneficios reales de lo que
se ofrezca; es cuestión de imagen. Es deuda sobre deuda, virtualidad
sobre virtualidad, o, como se dice en el mus: engordar para morir.
Tubos homeopáticos |
Porque
pretenden que nuestra sociedad se impregne de esa mediocre idea que
asola la economía mundial: la especulación, crear valor a base de
crear ilusión, a base de aumentar el valor marginal, esa suposición
de que el precio se ajusta al valor. Sucede con el mercado de
futuros, sucede con el mercado de cosméticos (muy propio), sucede
con el mercado farmacológico, con el energético, con el de las
nuevas tecnologías. “Ustedes consigan crear una necesidad,
consigan un tiempo de falso bienestar en el consumidor, y, para
sostenerlo en el tiempo, aumenten la repetición de compra (por al
menos dos vías: aumentando la obsolescencia, y aumentando la
rotación del producto)”. Pretenden la huida hacia delante: inflar,
inflar e inflar la deuda; la burbuja constante. Marx predijo un crash
del capitalismo por la incapacidad de soportar una deuda colosal,
pero Marx no es santo de devoción de los que ahora mandan (fieles
seguidores de los que han mandado siempre).
Pues
nada, si tu propósito era seguir investigando sobre la fijación del
nitrógeno en las cianobacterias, baja la cabeza, echa tu currículum
vítae a una compañía petrolífera, y espera encontrar un hueco en
su departamento medioambiental. Te hartarás de ser creativo
elaborando trípticos y colaborando con el departamento de
comunicación de la compañía. Abstente de participar en foros
científicos que pongan en solfa la adición de complejos vitamínicos
a champús, a yogures y a una diversidad de ungüentos. No importa
que sepas que el bálsamo de Fierabrás se puede encontrar en una
alimentación sana, diversa, equilibrada y, sobre todo, barata. Tu
misión es su misión, o sumisión, como tú lo veas, pero que sepas
que son molinos, y gigantes.
Nota
sobre este post: No creo que todo esté perdido y por eso aún
podemos dedicarnos a esto. Más que una nota bibliográfica, me
gustaría remitiros a uno de los extraordinarios blog que sí pone en
solfa muchas de las falacias que arrojan desde algunos departamentos
de marketing. En particular, os puede interesar El Imperio del Revidox, del químico José Manuel López Nicolás.