El señor
Diosdado, Dios para los amigos, es un personajillo curioso. La mar de
curioso. Nada más verlo y, sobre todo, olerlo, te das cuenta de su
esencia. El tío va hecho un pincel, pero, su aroma... ¡Ay, su
aroma! ¡De dónde narices sacará esas fragancias!
Dios es
muy sencillo y recogido. Por ejemplo: tiene tres tías, las tres
llamadas Trini, y a todas guarda consigo en una sola... una sola foto
en su cartera, ¡muy curiosa, por cierto! Es el yerno que muchas
madres quisieran para sí, ni siquiera para sus hijas. Por eso,
pretendientes no le faltan. Pero él ni se entera, pues, aunque cree
estar en todo, para estas cosillas del ligoteo se olvida. Es normal,
no se puede estar en misa y repicando.
En su
empresa todos le tratan familiarmente, por eso le llaman Dios. Aunque
él prefiere que no le tuteen; siempre dice que no se pueden mezclar
los amigos con el trabajo. Y es que el señor Diosdado es un
ejecutivo ejemplar, que para sí quisieran muchas multinacionales. No
obstante, él lo tiene claro: la Jones & Co. es líder en el
sector de la alta perfumería y de ahí no se mueve sin más... Sin
más pasta de la que cobra, claro. Y, por otra parte, su esencia va
con él. Vamos, que Dios nunca dejaría la Jones & Co. por una
empresa de papel higiénico, puesto que tiene oído que las pruebas
de control de calidad representan el ochenta por ciento de la esencia
de estas empresas. Pero, esencialmente, es por dinero.
Su éxito
profesional lo atribuye al talismán que siempre lleva consigo: su
cinta. En realidad es un raído retal que guarda miserablemente con
la foto de sus tías, dicho de una manera sucinta. Mas, para ser
justos, hay que reconocerle sus propios méritos, desde luego
derivados del trabajo... Del trabajo de los demás, por supuesto. Y por su puesto, ¡que hay que estar ahí!
Pero,
sobre todo, Dios se define como un gran creador. Su gran creación
fue Tierra, el perfume más vendido de la Jones & Co. Un perfume
lleno de vitalidad, según dicen los doctos de las narices. Quienes
también aseguran entrar en un paraíso con solo destapar el
esférico frasco. Afirman también que su secreto reside en un ligero
toque de manzana, que es lo que puede explicar la eliminación de
cualquier rastro de humanidad. Pero esto se la trae floja a nuestro
héroe, ya que está por encima de todo esto; mientras se venda... Él
está allí de lunes a sábado; el domingo, para descansar. Así que,
mientras se venda...
Se puede
decir que le iba divinamente.
Pero hoy
el señor Diosdado se levantó con el pie izquierdo. Pues comprobó,
para su asombro, que su zapatilla derecha no estaba al pie de su
lecho. El hecho era que creía haberla dejado junto a su compañera;
la otra zapatilla, claro está. Mas con su diestro pie, pues era el
derecho, realizó un espectacular movimiento que le permitió
alcanzar de un solo paso la pantufla rebelde. Desde entonces todo
volvió a funcionar como un reloj suizo: la ducha con sales marinas,
el desodorante con pesticidas, la pasta dentífrica de brotes de
menta, la maquinilla de afeitar de siete hojas, los calzoncillos al
salfumán, los calcetines antideslizantes, la camisa cien por cien
almidón, el traje de ese domingo y la corbata de seda de Cuenca...
Queremos decir de la cuenca del Yang Tse. ¡Ah!, se me olvidaba: la
guinda, unas gotitas de Tierra.
Ya
estaba listo para desayunar en el Café Juárez, pero algo le
sobresaltó: al ir a revisar el dinero de su cartera, advirtió la
presencia de los orondos rostros de las Trinis, mas no la de su
cinta. ¡Su cinta de la suerte! “Vamos, Dios”, se dijo, “¿no
te vas a arrugar por esto? Ya la encontrarás... Mira, irás a
desayunar como cada domingo y después, a misa... Siempre te sube la
autoestima cuando acudes a misa... Hoy no va a ser diferente. Venga,
ya verás cómo lo encuentras. Ten fe”.
No se
amedrentó, pues otra cosa no, pero fe en sí mismo...
Cuando
llegó al Juárez, reparó en que llegaba diez minutos más tarde de
lo habitual: no había mesas libres. Quiso maldecir, empero era tan
pulcro, que no lo hizo (tenía que demostrarse a sí mismo que era un
reputado y refutado miembro del Ofus Queis, que no sé qué hostias
es). Resignóse a compartir barra con la chusma maloliente. Y, ¡vaya
por dios!, tendría que esperar a otra tanda de porritas. Mientras,
buscó con qué entretenerse, mas, como era de esperar en esa nefasta
mañana, no quedaba ningún periódico: uno lo tenía un gordinflón
(en realidad, hombre obeso) con tirantes, otro lo tenía una
indecorosa (en realidad, despampanante) jovencita, otro se lo
disputaban el perro y su dueño (dueño del perro, no del periódico),
otro... Nada, habría que leer otro día... Pero, al volverse hacia
la barra, contempló a un melenudo joven que parecía esconder algo.
Era un libro. A Dios le admiró el entusiasmo con que el chaval
devoraba el libro. Y el señor Diosdado, que es un gran amante de la
cultura (no se le conocen otros amores más terrenales), se aproximó
a aquel. Habría invitado al joven a un café por leer una línea,
una sola línea del misterioso libro. Dios era más curioso que
nunca. ¡Bingo!: el melenas se debía de hacer pipí; dejó el libro
sobre la mesa y acudió a los urinarios.
“¡Cáspita!, ¡qué título!”, pensó. Blandiendo el libro en sus manos, empezó a hojearlo, paró aleatoriamente una página con su índice y comenzó a leer: “¡Dios ha muerto!...”. Sus ojos parpadearon y volvió a leer: “¡Dios ha muerto!...”. Cerró los ojos, el libro... Sus manos se tornaron más trémulas. Aquello era demasiado; saltó de la silla y escapó corriendo de aquel siniestro café.
Ya en la
calle, atenuó su marcha, no así los latidos del corazón. Decidió
dejar el coche aparcado y continuar a pie hasta la iglesia, de forma
que pudiera tranquilizarse. Le importaba un pimiento llegar tarde,
¿qué más le podría pasar?
Como
buen profesional y, aunque fuera domingo, no podía quedarse
indiferente ante los carteles publicitarios. Parecían estar los del
domingo anterior... Pero no; había uno nuevo:
Apocalipsis
¡Al fin! El perfume de hoy, no lo dejes para mañana, ¡hombre!
Una
fragancia de Paco Jones.
París-Katmandú-Vallecas.
“Apocalipsis.
Extraño nombre”, se dijo Dios escéptico (o agnóstico, según se
mire). No le dio importancia y prosiguió en su camino.
Llegó a
la iglesia, que estaba vacía, como de costumbre. ¡Allí no había
problemas! Su sitio en el banco de la primera fila estaba libre. La
verdad es que se sentía como en su casa.
Era lo
que necesitaba. La ceremonia fue como un soplo de aire fresco,
suficiente para aliviar el sudor que aún le envolvía, pero
insuficiente para devolverle su aroma, su curiosa esencia. Por ello,
desistió de colaborar con la iluminación del templo (un domingo
más, dicho sea de paso) e inició el camino hasta su coche.
“¡Mi
coche! ¿Dónde estará mi coche?...”, gritó homenajeando a Manolo
Escobar, habiendo comprobado que su precioso coche azul (celeste,
para más señas) no estaba donde lo había estacionado. “Dios,
estás en las nubes”, se dijo llevándose las manos a la cabeza y
tras advertir un vado que no había visto antes. ¡Rayos! Pero ¿qué
iba a hacer? ¡Si solo tenía los dos euros justos para el desayuno
que no consumió! No podía llamar a un taxi, pues no tendría ni
para cruzar la calle. Qué remedio: debería coger el autobús. Al
menos, la parada estaba cerca.
Enseguida
llegó el autobús.
El
vehículo estaba tan lleno como una botella de vino sin abrir; hasta
el cuello. Aquel olor de multitudes era sumamente desagradable, pero
eso no era nada con la tormenta que se avecinaría en breve. Las
brevas con alubias de la noche anterior hicieron su efecto devastador
cuando el abdomen fue levemente detonado por un involuntario y
extraviado codo de la muchedumbre. El cielo pareció resquebrajarse
y, francamente, si hubiera salido un relámpago del culo de Dios, le
habrían llamado Zeus. Pero entre nosotros, queridos lectores, le
podemos llamar Eolo. Aquel sonido logró un silencio sepulcral en el
autobús, pues todos los viajeros, salvo Eo... —quiero decir Dios—,
temieron que se tratase de una avería mecánica. Unos segundos y las
dudas fueron disipadas por unos efluvios que tardarían algo más en
disiparse. Aquello inspiró los alaridos y los codazos de nuevo,
ansiosos todos por bajar las ventanillas. Mas nadie podía. Y lo peor
de todo era que en la autovía había un atasco de tres pares de
cojones. Voces de “¡Conductor, pare!”, “¡Que no respire el
cerdo!”,... Pero allí no se podía hacer otra cosa que esperar;
que era demasiado pedir. La histeria general hacía vanos los
intentos de unos pocos por calmar a sus allegados en ese momento. Y,
entonces, sobrevino la catástrofe: Dios aplastó a las masas con el
mayor pedo que supo soltar. Fue el colmo; el conductor por fin tuvo
que abrir. Los conductores de los otros vehículos contemplaron
atónitos a más de veinte personas que salieron disparados por las
puertas del autobús. El arcén mostraba una imagen dantesca: dos
masas informes de cuerpos amontonados, entre las que se advertían
rostros exhaustos y angustiados.
Uno de
los rostros era el de Dios, quien, haciendo un acopio de fuerzas,
estiró su brazo. Al final del cual su mano sujetaba una toallita
húmeda que había conseguido sacar de uno de sus bolsillos. Se la
aproximó a la cara con intención de refrescarse mientras se decía:
“Todo por la cinta, la maldita cinta” (Ya no pudo reprimirse esta
maldición).
Una cinta al fin y al cabo |
La superchería de Dios había llegado a lo más elevado con la puñetera cinta, que no era más que una mierda de tela. Pero cuál fue su sorpresa cuando al frotarse con la toallita húmeda, esta no parecía suficientemente lubricada. En efecto, acababa de recordar cómo había guardado su preciado talismán en el sobrecito de las toallitas húmedas... por cuestión de higiene y pulcritud, creyó recordar.
Un tipo
verdaderamente curioso.
Nota
para el lector interesado: Como habrá podido imaginar, al cabo de
unos meses, Apocalipsis, el perfume de Paco Jones, arrebató el
liderato a Tierra, el perfume de la Jones & Co.
Hahahahahahaha!!!!!!!!
ResponderEliminarMuy bueno.
ResponderEliminarSalud, maestro
hereje blasfemo, ni lo he leído
ResponderEliminardeja el LSD colega
ResponderEliminarJajaja gran narración. Saludos
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