Mi
amiga Marisol –porque me gusta hablar de educación con mucha
gente– siempre me dice que no puedo pretender que los padres
cumplan a rajatabla los compromisos de rutinas, de autonomía o de lo
que sea con sus hijos. Añade que hoy en día todos vamos con prisas
a todos lados y que no se puede. Le replico que entonces los padres
no deberían aspirar a conseguir lo que no se preocupan por
conseguir. Sin ir más lejos: ¿Cómo pueden pretender que su hijo
mantenga la atención para resolver un encajable si apenas juegan con
él? –por no hablar de comer solos con la cuchara, ponerse solos
los zapatos, etc.–. Mi amiga entonces resuelve: “Es que es muy
fácil echarle la culpa a los padres, pero el buen profesor debe
saber motivar a cualquier niño”. Pero, yo, que soy un puñetero,
le contesto: “Sí, claro. Si tengo una clase de veinte skins en 4º
de ESO, a ver cómo les motivo para que acepten a su compañero
negro. Como no me echen una manita los padres..., que deberían
haberlo hecho antes. Marisol, que no soy Gandhi”.
¿Educar?
¿Hacia dónde? Las grandes palabras nos dirigen hacia grandes fines.
Pero, ¡ay!, ¿con qué? Trataré de ilustrarlo:
Pretendo
llevar a unos amigos a casa, donde organizo una fiesta. Hay quien
vive en Almería; los hay que vendrían de Vizcaya; otros, de La
Coruña, y la mayoría, de Madrid. Como la fiesta es en Guadalajara,
los de Madrid lo tienen fácil: quienes quepan en un solo coche, se
acoplarán en él; los que no, podrán hacerlo en tren o en autobús.
Como soy muy desprendido y los quiero mucho, les prometí que yo
costearía el transporte de todos. Hablé demasiado rápido, porque
cuando reparé en los gastos y en mis fondos, me di cuenta de que no
tendría para todos, ya que los trayectos desde Almería, Vizcaya y
La Coruña son demasiado costosos, debido a que supuse que todos mis
invitados de allí vendrían en autobús, ya que ninguno tiene coche.
Pero resulta que unos necesitan venir en tren por fobia al autobús y
otros necesitan el avión para venir a tiempo después de cumplir con
sus obligaciones. “Está bien”, me digo, “les propondré
diversas soluciones”. La primera opción es que entre todos
pongamos un bote para paliar lo que me falta. La segunda opción es
que retrasemos el evento para más adelante, hasta que tenga dinero
suficiente, en virtud del nuevo trabajo que tendré. La tercera
opción es la de costear todos los viajes a condición de que cada
uno traiga algo para la fiesta: comida, vino, música, etc... No se
me ocurren más opciones. Me gasto un dineral en teléfono y al final
hay fiesta, pero no como esperábamos.
Bien,
esta parábola podría aportar un modelo de Estado organizador. De
similar forma podría haber supuesto una situación en que la
decisión original de la fiesta hubiera partido de, si no de todos,
una buena muestra de los amigos. En ese caso, hallaríamos los
intereses de unos encontrados con los de otros y puede que, con
sinergia, diéramos con la mejor manera de organizar la fiesta.
Con
estos dos ejemplos quiero reseñar lo acontecido en poco más de
cinco mil años de educación: quizá hayan pasado diferentes
visiones amables de la educación y de la infancia, sobre todo en los
dos últimos siglos, pero, incluso en Occidente, parece que la puesta
en práctica de tales ideas es costosa, o, cuando menos, dificultosa.
Cuando
iniciaba mis estudios, con la Ley del 70
en marcha, tuve la suerte de percibir “buen rollo” entre lo que
me sugerían y veía en casa con lo que me sugerían y veía en el
colegio. Como si la complicidad de mis padres entre sí se prolongara
a mis profesores. Eran otros tiempos, pero también había
dificultades. Había masificación de alumnos (más de treinta por
aula), los materiales didácticos eran escasos, la cultura académica
de las familias era menor y todavía primaba el criterio docente del
maestro sobre el de los progenitores, por citar unos ejemplos. Hoy en
día los centros gozan de mayor autonomía, en ellos las familias
tienen más foros de participación, estas, a su vez, cuentan con
mayor bagaje cultural y las ratios tratan de garantizar una enseñanza
más personalizada. Mi visión ahora es parcial, rozando el
corporativismo y la nostalgia, por lo que no entraré en
comparaciones cuantitativas de mejor ni peor. Quiero significar que
la Educación muta, como cambia la sociedad, todo cambia (ni siquiera
el tiempo es absoluto). Puede ser que el cambio de una no lleve
asociado el cambio de la otra, pero, de alguna manera, como si de un
organismo vivo se tratara, si enferma, trata de sanarse, y, si muere,
es natural (hasta ahora) que nazca otro, otra sociedad con otra
Educación. Invoco una célebre frase de José Luis Sampedro: “no
es que otro Mundo sea posible, sino que otro Mundo es seguro”.
Ahora bien, tenemos dos opciones, y solo dos: o nos dejamos llevar, a
ver qué nos depara; o ponemos voluntad y medios para tratar de
dirigir nuestro presente al mejor de los futuros.
Actualmente
nos encontramos (todavía) con un panorama de desencuentros: Ley de
Educación de una forma o de otra, la culpa es de las familias, la
culpa es de los inmigrantes, los profesores también se llevan lo
suyo, etcétera. Doctores tiene la Iglesia, pero la Educación
también. Y, en este sentido, algo se está removiendo desde hace
años: análisis etiológicos, diagnósticos, muestras piloto...
Parece que hay preocupación por la Educación, como si se diera la
motivación que en su día promovió el movimiento de la Escuela
Nueva. Pero falta dar el paso activo, nuevo, el de poner en
funcionamiento algo. Quizá sepamos qué queremos y, sobre todo, para
qué lo queremos, pero no basta con las palabras.
Unas
palabras que chocan con costumbres cotidianas, con necesidades de
ahora: ¿Cómo vamos a pedirle a una madre que reduzca su jornada, a
expensas de su promoción laboral? La noble tarea de educar,
reservada a la madre que ya no está porque debe compaginar o
conciliar, además del sueño, su vida familiar y laboral. ¿Y el
padre? ¿Qué madre?, ¿qué padre? ¿En qué modelo de familia nos
apoyamos? ¿Es necesaria la familia? ¿Cuál es la familia ideal?
¿Debemos renunciar a la máquina del progreso? ¿Alguien podría
parar el andamiaje de producción de Taylor? Posiblemente Ford no
imaginó que la producción de su modelo “T” daría tantos
quebraderos de cabeza a las ciudades y a quienes las padecen.
¿Civilización? A lo mejor hemos de permanecer en un sistema
cerrado, en una aparente clase media que nos mantiene alejados de los
otros dos tercios de la población mundial. A lo mejor nuestra
sociedad es eso, nuestra... y que no nos la cambien. Que cada cual
mire para sí. ¿Y los niños? Esos pequeños seres que crecen y
acaban siendo como nosotros.
Solo
palabras, pero seguimos sin materializar un pacto de Educación en
España.
Si
queremos una sociedad mejor, hemos de prepararla. Aunque solo
sea por eso: Educación, manos a la obra.