Mi respuesta trató de ser cautelosa y poco categórica: “Porque tu mamá y tu papá no son cucarachas, hijo. ¿Te imaginas que nosotros fuéramos cucarachas?”. Admito que fue una respuesta con trampa, en tanto en cuanto incluía implícitamente parte de su pregunta. Sin embargo, surtió efecto: “Sí, me lo imagino: tendríais antenas, tendríais muchas patas y … Papá, ¿las cucarachas vuelan?”. Cuando digo que surtió efecto, me estoy refiriendo a que pude zafarme de una retahíla de porqués, pero no pude zafarme del cinturón de seguridad y comerme a besos a mi hijo hasta que dejamos la autovía.
Ya estaba preparándome para tirar de las vagas nociones sobre nuestra evolución homínida. Entre mi hijo y yo suele datarse desde la aparición del Autralophitecus, un simpático ser que “surgió hace millones de años, mucho después de la extinción de los dinosaurios”, y cuyo “esqueleto fósil” hemos podido contemplar en el Museo Nacional de Ciencias Naturales (Madrid). Y no fue necesario volver a disfrutar del primer capítulo de la serie “Érase una vez... el hombre”.
A decir verdad, no deja de ser una narración. No es ciencia, pero es literatura basada en hechos científicos, que, al fin y al cabo, parece corresponderse más con la realidad que lo narrado por el Génesis, ¿no les parece?
Además, tampoco somos para tanto los humanos: apenas llevamos unos cientos de miles de años por aquí, mientras que las cucarachas llevan millones de años. No creo que lo preguntara por eso.
Unos días después he averiguado que lo que le preocupaba es que la cucaracha no pueda caminar porque le faltan, porque no tiene, las dos patitas de atrás.
Tan breve como delicioso.
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