2 de agosto de 2015

Carbonilla

No eres consciente de que serás pasto de las llamas hasta que prende la primera chispa al yerbajo de al lado. Ese olor a chamusquina que no es sospecha, sino certeza. Nada crepita como la hierba seca en julio. El estruendo de la pradera se ha cernido sobre toda la mata; ceniza a la ceniza y polvo al polvo. Elevemos una oración de dióxido de carbono y vapor de agua.




Es cansado errar entre los restos de los surcos, zarandeada como vulgar pelusa. El viento no tiene ninguna consideración; te arrastra y te arrastra y a saber adónde paras. Y vas dejando toda una vida atrás.

No es que proceda de buena familia (tampoco de mala cuna), pero los orígenes son los orígenes. Debí de sintetizarme como celulosa hará tres o cuatro lustros. Mis primeros recuerdos son lacrimógenos, cuando fui desprendida de la piel de una oronda cebolla modificada genéticamente –¡dónde estarán los genes a estas alturas!–. Mis huesos fueron a parar al cubo de basura de la tasca con las mejores tortillas de patata de Madrid, con cebolla, por supuesto, porque no las hay mejores que con cebolla, como todo el mundo sabe, dado que son más jugosas y sabrosas... Iba diciendo que caí en un cubo de basura, donde confraternicé con diversos residuos orgánicos típicos: raspas de boquerones, pieles de sepia, mondas de patata, harina de fritura, etcétera. Permanece en mi retina como una experiencia maravillosa: solíamos bailar al ritmo del “¡oído cocina!” y del “¡marchando bocata de calamares!”. ¡Cómo nos reíamos con los chistes de costillas! Y las juergas que nos montábamos cuando insospechadamente caían gotas del Marqués de Riscal de copas mal apuradas. Al amanecer despertábamos de mal cuerpo, pero listos para llegar al fin del mundo. No se puede culpar a unos jóvenes residuos de soñar, puesto que el contenedor de basura no era el fin del mundo. Mejor aún: allí conocimos a gente muy válida e interesante. Pétalos secos de petunias, buganvillas, geranios..., hojas secas de parra, de olmo, de acacia..., tomate frito, mahonesa, salsa de albóndigas..., pieles de naranja, plátano, manzana..., huesos de pollo, cordero, ternera...., se habían convertido en nuestros compañeros de aventura. Pero el buen rollo fue desapareciendo tras ser vertidos en el camión de la basura. Entre el hacinamiento y los baches, el viaje hasta el vertedero fue una tortura, una advertencia de lo que se nos venía encima. Nadie puede imaginarse el dolor ajeno y tampoco es mi intención que ustedes sufran por mí, pero el episodio que paso a relatarles puede suscitar mucha pena.


Como pescadilla que se muerde la cola, fuimos volteados una y otra vez unos contra otros, unidos y desunidos, adheridos y desapegados al fin, disgregados en someros polvos algunos, compactados todos en una suerte de compost putrefacto donde las bacterias y los gorgojos campaban a su antojo. Mirases donde mirases, el paisaje era desolador. Las máquinas habían realizado bien su trabajo. No puedo quitarme de la cabeza los chillidos de aquella piel de mandarina: «¡Mamá, que me llevan!». ¡Era una chiquilla, por Dios! Aún podría haber dado mucho juego –perdón, quiero decir jugo–, esa esencia, ese perfume... Un aroma que se ahogó para siempre, como sus gritos. Aún siento escalofríos al recordar las risas inocentes de unos boquerones. ¡Pobres! Creyendo que alcanzarían una talla digna en su regreso al mar, sus cuerpecitos fueron aplastados por la inmisericorde prensa hidráulica. La crueldad se cebaba con nosotros. Formábamos parte de un todo que nos aniquilaba parte a parte hasta acabar siendo un amasijo de sustancia informe. En esencia, terminamos convertidos en eso: moléculas o agregados atómicos por todos lados, con impurezas que aún nos conferían la esperanza de integrarnos en algo más grande. Pero no sería allí.

Desde entonces he recorrido medio mundo: desde la litosfera hasta la estratosfera, volatilizada cual vulgar ceniza. He surcado los mares y he descendido por cataratas, he sido inhalada por mineros y mecánicos, he atravesado pleuras y agallas, y todos me sobrevivieron. Aún quedan seres vivos donde morar, pero, echando la vista atrás, siempre añoro la vida con los despojos orgánicos de mi niñez. Por aquella pasión epicúrea con la que se entregaban sabiendo que cada uno de nosotros no somos más que una excelsa reunión de partículas más pequeñas. Y, sin embargo, reunión de partículas después de todo. No como esos seres que se dicen pensantes y ni siquiera son capaces de comprender que forman parte de algo mucho mayor. ¡Ah, los humanos, tan egocéntricos! Toma a cualquiera de ellos y verás que jamás se ha parado a pensar que incluso las bacterias tienen sus problemas. ¡Como todos! Un grano de arroz se pregunta qué será de él fuera de su planta, a una astilla le aterra la idea de ser pisoteada y siempre aspira a clavarse, un virus no delinque por gusto, etcétera. ¿Se han preguntado por qué una minúscula mota de polvo puede ser feliz? Exacto, porque es tan libre como el viento, sin preguntarse cuál es su soporte vital. Fluye, se deja llevar, como quieran llamarlo. Podemos ser tan etéreos, que no deberíamos preocuparnos por nuestra naturaleza sin al menos contemplarla desde nuestro interior. 

En cierta ocasión topé con un desconchón de salitre. Aconteció uno de esos capítulos que querrías borrar de tu memoria. De todas formas, qué más da, son experiencias que acaban enriqueciéndote. Juzguen ustedes:

Como quiera que la humedad del otoño no siempre vence a las reminiscencias estivales, hallábame aún prendida a los ladrillos refractarios del tiro de una vieja chimenea. La compañía casi pétrea del hollín me hacía sentir especialmente segura, de no ser por un inusitado brote blanco que había empezado a surgir de las entrañas de la argamasa recocida. “¡Salitre!”, exclamé para mis adentros mientras una voz de intramuros reclamaba nuestra atención:
– ¡Eh, qué pasa! Id haciendo hueco, que vamos pa fuera.
– Sí, por supuesto –asintióle mohíno un hoyo de hollín.
– ¡De eso nada, blanquito! –espetaron desde una cima (entiéndaseme, cima vertical hacia un lado, es decir, horizontal si no se hayan incrustados a la pared, sino en el suelo).
La trifulca estaba servida.
Aunque no siempre sabes cómo vas a reaccionar cuando entras en contacto con otra sustancia, mantenerte neutro suele ser lo prudente. Empero, en solidaridad con los de mi color, no pude reprimirme:
– Que nos veas apagados no te da derecho a traspasar nuestros muros.
– ¿Ah, no? ¿Y quién me lo va a impedir, negra de mierda?
– Sabes perfectamente que este no es tu sitio –añadí, tratando de contenerme.
– Mira, niñata, yo lo veo así: esta casa abandonada no entrará en luz ni en tus mejores sueños, así que aire.
La situación estaba tensándose hasta un punto de no retorno:
– ¡No eres más que una sal! Contigo no hay palabras ni trato que valga –me sacó de mis casillas.
Dejé desprenderme y caí sobre él para nublarle la vista. Se revolvió y de pronto me vi succionada a su estómago. Enseguida comprendí que tenía poco que hacer dentro de sus fétidas entrañas; su avance inexorable le permitió invadir toda una hilera de ladrillos mientras mi auxilio se apagaba como los ladridos de un chucho abandonado.
Lo crean o no, fue la época más oscura en mi paso por este mundo. Pero todo terminó cuando la casa fue comprada al cabo de unos pocos años y el fuego puso a cada cual en su sitio.


Mas, ante todo, extraje de aquella experiencia que, en realidad, nadie tiene su sitio, pues nada parece inmutable. Y de ahí que les recomiende humildemente que traten de hacer una introspección antes de juzgar en derredor.

Porque la vida te da sorpresas gratas también. Como cuando formas parte de algo bello: Ese suflé flameado, ese aroma de café tostado, esos retratos al carboncillo donde además descubres al grafeno... Además, termodinámicamente hablando, una recibe el calor de tantas cosas... Si no somos energía, ¿qué somos? Es la espiritualidad la que nos hace a todos miembros de esta gran familia que es la existencia, todos unidos en un Cosmos colosal: desde lo más recóndito hasta lo más brillante. Somos hijos de un gran Dios bondadoso que accede a manifestarse en cada uno de nosotros...

¡JUANITO!, ¡¿YA HAS VUELTO A HACER EXPERIMENTOS CON EL QUIMICEFA?! A VER CÓMO LE CONTAMOS A TU PADRE QUE HAS CARBONIZADO SU COLECCIÓN DE BARCOS HECHOS CON PALILLOS. SI ES QUE NO HAY QUIÉN PUEDA CONTIGO. ¿EN QUÉ ESTABAS PENSANDO, HIJO?

(EN NADA, MAMÁ, EN NADA).


2 comentarios:

  1. Vaya con el niño!! Va a resultar que no era tan niño y que estamos rodeados de verdaderos pirómanos. Tíos hechos y derechos que se justifican ellos solos sus barbaridades hasta que les pillan jugando con fuego y ya es demasiado tarde.
    Muy divertido. Me ha hustado mucho

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