Aula de Antonio Machado en Baeza (fuente) |
Tengo mucha pasta. Tengo tanta que no sé qué hacer con ella. Tanta, que ni tengo miedo a perderla. Sin embargo, he vuelto a presentarme a las oposiciones para profesor de Secundaria.
No soy masoquista, pese a que, como el resto, sufrí los rigores del primer sábado del verano: en nuestra sala éramos casi un centenar, apiñados a treinta grados Celsius. Debía presentarme si quería seguir ejerciendo en septiembre, para no decaer en la lista de interinos. No es que esté muy arriba, pero, como la Administración no saca plazas suficientes, podríamos estar de acuerdo en que alrededor del primer treinta por ciento de las listas está copado por profesores que perfectamente podrían tener su plaza como funcionarios de carrera. Yo ando por el segundo treinta por ciento y no me importa demasiado no sacar plaza, porque, como dije, tengo mucha pasta, y no me preocupa demasiado mi futuro.
Me preocupa el futuro del alumnado y me preocupa qué sociedad tendremos en siquiera diez años. Por eso quiero seguir dando clase. Además, es lo que mejor sé hacer. Como veis, una mezcolanza de ilusión social y posibilismo personal.
Ya voy para mi vigésimo curso. Antes de dedicarme a la enseñanza, fui director creativo de una agencia de publicidad. Se me dio bien y supe ganar dinero, mucho dinero. Y supe invertirlo. ¿Por qué acabé recalando en la docencia? Durante quince años en el sector, compartes experiencia con gente variopinta. Personas ingeniosas, mediocres, trabajadoras, vagas, motivadas, infelices… De todo. En los últimos años, empecé a fijarme en un hecho bastante frecuente: las personas más jóvenes sabían mucho, pero apenas eran escuchadas por las vacas sagradas. Es indudable que no es el mismo empuje el de una joven recién salida de la Universidad que el de quien peina canas. Era habitual que muchas propuestas de los recién llegados fueran rechazadas con pretextos ridículos. Demasiadas veces, sin argumentos. Se aceptaba como evidente que, “en realidad, estas personas estaban menos preparadas”. Así que, un buen día negocié con mis socios la posibilidad de un año sabático. Y ahí empezó todo: el CAP y la primera oposición para entrar en bolsa.
Estudié a conciencia los dos años siguientes, compaginándolo con mi labor docente. Aprobé la fase de oposición, pero carecía de puntos suficientes para la fase de concurso. No es que me desanimara. En absoluto. Simplemente, no me entusiasmaba estudiarme setenta y cinco temas, ni de memorieta ni con profundidad. Qué duda cabe que el temario de la oposición contribuyó a rellenar lo que sabía por mi carrera y lo que fuera que hubiera aprendido en mi actividad profesional. Pero es que, como dije, tengo mucha pasta, y no me interesaba lo más mínimo perder tanto tiempo en un burdo trámite.
Vendí mi parte de la empresa publicitaria y hasta ahora.
He mantenido el contacto con algunos alumnos. No solo con los académicamente brillantes. En general, no les va demasiado bien: las condiciones para crear una empresa no son las mejores, y las ofertas de trabajo no les permiten echar raíces; por no hablar de las dificultades que muchos tienen para ayudar en casa, y sin mencionar a quienes tuvieron que desistir de la Universidad.
Con todo, sigo pensando que elegí mi mejor opción. No podría haberme dedicado a la política, que quizá es desde donde se producirían las mejoras en profundidad. No podría haber sido trabajador social ni nada por el estilo. Ni personal sanitario. Ni investigador, ni periodista. Ni científico.
En fin. Habrá a quien no le interese nada mi andadura. O a quienes les parezca absurdo preocuparse por los demás teniendo pasta. Cualquier opción sana es digna de tenerse en cuenta, qué queréis que os diga. Ahora, yo prefiero tener pasta en una sociedad mejor. En una sociedad en la que cada cual logre tanta pasta como yo. Una sociedad que sonría y en la que tener tanta pasta sea lo de menos. Cuestión de inflación, amigos.
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