La
cortesía de mi jefe era su carta de presentación. Cuando lucía
sonrisa, esta le llenaba aquel rostro de póquer. Siempre iba de
farol o, peor aún: hacía trampas. Su secreto – me confesó alguna
vez – estaba en que no tenía amigos. No hacía falta que lo
jurase. A cambio, guardaba
celosamente los próximos treinta días de vida en su dietario
Deusto.
Nada escapaba de aquellas hojas manuscritas con una precisión que
rayaba lo artístico, propia de un monje copista. Pero no era un
monje.
Quizá
fuera la primera vez en que descubrí al villano tras el personaje
cortés. Pero, desde luego, no fue la última.
En
cierta ocasión una amiga me dio un sabio consejo: “Una vez me
robaron el bolso yendo por la calle. Aparte de la pérdida y del
trastorno documental, estuve unos días traumatizada. Tardé un día
en denunciarlo a la policía, y me tiré más de un mes saliendo a la
calle sin bolso – tenía tres más en casa –. Al final me dije:
«No me apaño sin bolso; hoy
llevaré bolso». Salí a la calle y no pasó nada. Cuando regresé a
casa, el bolso seguía conmigo. Conclusión: siempre salgo con bolso,
no temo que me roben de nuevo, pero estoy más vigilante. Así que,
Jose, tú sabrás si quieres confiar en la gente o vas a seguir sin
fiarte de nadie”. A partir de entonces he vuelto a confiar en
personas que me recuerdan a mi jefe: unas acaban saliendo rana y
otras, no, pero las que no son de fiar no han logrado jugármela.
La
cortesía es una imagen. Y como tal, vale más que mil palabras. Es
posible. Pero un solo hecho puede ocultar miles de imágenes. Siempre
y cuando estemos dispuestos a entenderlo.
Vivimos
en una parte del mundo en que aún puedo escribir casi lo que me dé
la gana, en que un asesino es perseguido para que pague por sus
crímenes, en que un psicópata es detectado... Un momento: ni todos
los asesinos son psicópatas ni todos los psicópatas son asesinos.
Por ahí van los tiros (literalmente). Ese CEO que toma la audaz
decisión de aumentar los beneficios a costa de echar a dos mil
trabajadores a la puta calle. Ese director de colegio que amenaza con
abrir un expediente al profesor que le insinúa que uno de sus
alumnos sufre acoso escolar. Ese conductor que atropella a un peatón
y se da a
la fuga. Ese ministro que sonríe a cámara mientras trata
de convencernos de que la
mayoría de los desempleados cometen fraude en sus prestaciones. Esa
estrella mediática que hace campaña contra la anorexia después de
veinte intervenciones de cirugía estética. Ese
Consejero de Sanidad que deja a miles de personas con una cobertura
médica de mierda para ahorrar costes. Ese
amigo del alma que montó un negocio contigo y está deseando que no
aparezcas más por el local. Esos padres que presumen de un hijo
superdotado...
A estos, y a algunos más, jamás
les dejéis un arma de fuego.
No son
locos; son dueños de sus actos, saben lo que es moral e inmoral y
son infalibles. No sé si algunos nacieron así o si, sencillamente,
se quedaron así o si, quizás, se fueron moldeando. Parece que
tuvieron infancia, pero en algún momento de sus vidas algo debió de
torcerse. Hasta el punto de que, si efectivamente fueron niños,
acabaron olvidándolo. O tal vez nunca fueron niños.
Porque
si fueron niños debieron de aprender el valor de la amistad, el
disfrute del juego con otros niños, el cariño, la compasión... la
empatía de una forma o de otra. Aunque habiendo sido
crueles. A no ser que jamás hubieran sentido nada por nadie, salvo
por ellos mismos. Si es así, nunca fueron cachorros; fueron y son
hijos de perra.