Nos bautizaron a todos. Nos animaron a ser monaguillos. Pero nos importaba un pimiento. Sabíamos que en Semana Santa nos veríamos muchos días, en la antesala a las grandes vacaciones de verano. En realidad, no pasaba gran cosa: bicicletas, excursiones a las fuentes, partidos de fútbol, merienda por las calles del pueblo, jugar a liebre, al escondite hasta las tantas... O así era hace treinta años.
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Terminaron las luces con las velas, la oscuridad con aquellas. La iglesia, recostada en su piedra, proyectaba su sombra ante la luna llena, oronda y reluciente. La luna; la iglesia, su sombra.
Fieles, como los de cualquier balanza, se decantaban hacia un lado o al otro, en las camas, sumidos ante Morfeo, ante su dios milenario. A vueltas de todo, descansaban sus pensamientos o consultaban con su almohada. La paz la encontraban al cabo de un par de horas, cuando las torrijas estaban más que deglutidas. Pero ya no eran conscientes.
El pueblo les arrullaba entre balidos nocturnos de algún rebaño, repleto de ovejas negras tras la luna que ocultaban, en el monte, cercano a las eras. El rebaño; el monte, subiendo las eras. El pueblo, en el monte, como las eras. Y ninguna cabra, ninguna para tirar al monte.
Quienes soñaban con la indumentaria que llevarían el Domingo de Resurrección. Quienes soñaban con las miradas que les lanzaban los de los bancos próximos a la sacristía. Quienes soñaban con sus difuntos. Quienes soñaban y no se acordaban. Pero todos soñaban. Todos, hasta los embrutecidos por la limonada que corría por sus venas. Aquí paz y después gloria.
Judas, traidor, tiraba por tierra el amor de su maestro por treinta monedas de plata. El amor de su maestro por Judas; Judas lo tiraba por tierra por treinta monedas de plata. Traidor. ¿Qué pasará mañana?
Amanece. Incluso antes de la señal de los primeros gallos. “¡Quiquiriquís a mí!”, se dice el Sol. “¡Monsergas!”, el pastor; “¡hostias!”, el pastor de almas. Las ocho: un Land Rover dispuesto a dar guerra ruge por la plaza, un chucho se aparta, otro persigue la humareda que no logra ahogar sus ladridos. El Mele hace su aparición; es el primero..., pero, ¿para qué? Es Viernes Santo y hoy no viene el pan. Por si acaso, es el primero. Toda la plaza para él, que se lo ha ganado. Hasta que un par de chiquillos aparcan sus Bicicross en el pilón de la fuente. Son el chico el Luis, el mayor, y el de la Conso, también el mayor. El Usebio, más tarde, la Flora, y también la Petra, se saludan con un “está buena la mañana” y un “parece que sí”.
Han de pasar un par de horas para que la plaza del pueblo exhiba una representación de los venidos para estas fechas. De la capital. El pueblo se puebla.
Amaneció el sábado, amaneció el domingo. Y llegó el lunes, el que hace la Pascua: el pueblo apenas sin almas hasta el siguiente fin de semana. Si no llueve.
Porque, amigos, la procesión iba por dentro: solo quería pasar las vacaciones con mis amigos del pueblo. ¡Bendita Semana Santa! ¡Bendita infancia!
Que gusto leer algo tan bien escrito. Cuanto evoca en tan poquitas líneas.
ResponderEliminarJOer! Me encanta "Fieles, como los de cualquier balanza, se decantaban hacia un lado o al otro, en las camas, sumidos ante Morfeo, ante su dios milenario". Lo has clavao
ResponderEliminar¿Qué?
ResponderEliminarEl texto es una delicia. Combina con mucha gracia la añoranza con la ironía. Mi marido sí tiene pueblo y le recuerda muchísimo a su infancia en aquellos años ochenta.A mí me encantó el texto, pero creo que entiendo mejor al susodicho. Puede que le acompañe a coger setas en otoño :P
ResponderEliminarFelicidades por el post!!
Irene
Me encanta!Tienes que leerlo el 'dia del huevo'..Para aquellos no internautas..Lo tienes 'a huevo'..Jeje..
ResponderEliminarUn beso.
Marta.
Breve y,sin embargo,tan evocador...
ResponderEliminar... Amigo, parece que fue ayer. Comparto tu añoranza!
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