Fuente |
En el post Los límites del lenguaje seguí el modelo de construcción de una casa para describir cómo se iba produciendo el desarrollo del lenguaje a lo largo de la vida de una persona. En aquella entrada concluí, a propósito de la gramática normativa, con la pregunta clave de entonces: "Lo que nunca aprenderé es cuándo y cómo se hace el tejado. Pero, además, ¿qué es el tejado?". Partamos de esa pregunta, continuando con la imagen de la casa que vamos construyendo lingüísticamente hablando.
¿El tejado es la estructura que protege la casa de las agresiones externas que vienen de arriba? Puede ser, pero también ayuda a mantener la temperatura y la humedad de mi vivienda. Mi casa, sin llegar a ser un sistema perfectamente aislado, mantiene sus propiedades térmicas limitando el trasiego de energía a través de sus paredes y del tejado. Si cierro el tejado, limito más ese intercambio con el exterior. De alguna forma, cuando envejezco, voy construyendo esa estructura superior.
El quid no está en cuándo ni en cómo, sino, más bien, en por qué. Hay personas que envejecen a los treinta y otras que no envejecen ni en su último aliento. ¿Qué nos lleva a querer cerrarnos? ¿Por qué acabar la casa?
Así es, hay viviendas que, pese a viejas, siguen creciendo. Mientras que otras, aun jóvenes, se han conformado con cuatro paredes en una planta y un tejado de hormigón armado. Eso sí, con unas tejas preciosas.
En ocasiones nos encontramos con los criterios emanados de quienes se han autoproclamado expertos. Quienes dicen saber lo que es factible y lo que no, y que además se erigen en adalides de nuestra salvaguarda. Si somos temerosos y dudamos de la solidez de nuestra construcción, les creemos a pies juntillas y confiamos en sus criterios de conservar lo realizado. Sus criterios conservadores de mantener lo que de otra forma —según ellos— se derrumbaría. Me pregunto si el término experto es adecuado. Me planteo si no será mejor referirnos a sabios, ya que la experiencia hace al experto y el saber, al sabio. Lo cual explica que el criterio de estos sabios sea fundamentalmente rígido. Como si tuvieran miedo de sus propias construcciones. Como si hubieran abandonado su noble tarea de investigar, hastiados de ver que la Lengua no deja de evolucionar, como tampoco dejan de hacerlo los mecanismos del lenguaje o el pensamiento. ¿Quién nos dicta cómo debemos construir?
También a veces nos encontramos en el otro extremo, en el desconocimiento de la norma. Si somos conscientes de nuestra carencia y queremos seguir aprendiendo, pedimos ayuda, consultamos. Pero en innumerables ocasiones cometemos errores sin saber que los cometimos, sin haber reflexionado. Solo después, cuando hemos visto las consecuencias, nos damos cuenta de ellos. Sin entrar en una visión conductista o propositiva, algunos creemos que no siempre las consecuencias determinan nuestros actos. La secuencia ensayo-error no siempre deviene en aprendizaje: cuando hemos comprobado que nuestra dicción provocaba la incomprensión de nuestros interlocutores, no siempre hemos tratado de mejorarla; la habilidad de cada individuo también ha tenido que ver en ese proceso. O cuando no hemos sido dueños de nuestras palabras, también nos hemos cerciorado de un error; un error que solo soslayaremos con esfuerzo. Luego, si no hay esfuerzo ni capacidad, es decir, querer y poder, tampoco habrá mejoras en nuestro edificio.
Así pues, hemos encontrado diferentes ingredientes que configuran el tejado. Pero sigo sin saber qué es el tejado. No acabo de decantarme a favor o en contra de esa última tapa. Veamos: siendo niños, al no contar con una estructura sólida, necesitamos de los demás y, sin embargo, no tenemos esa cubierta superior. Esa cubierta no existe, necesitamos empaparnos, como si de lluvia se tratara, de cuanto nos llegue. En la infancia creemos que el lenguaje es infinito y no nos preocupa, pero, ya adultos, estamos convencidos de que el lenguaje es infinito o, al menos, inabarcable, y sí nos preocupa. Hasta el punto de medir nuestras palabras. Nuestra inteligencia compensa nuestra pesadumbre epistemológica, nos facilita un registro que creemos apropiado; hemos adaptado nuestro lenguaje a una variedad diastrática o diafásica, según los doctos.
Sin embargo, esta consideración infinita del lenguaje es optimista para mí y, desde luego, muy alejada de la consideración académica o finita. Creo que el lenguaje es infinito y que debe sortear las trabas academicistas, más allá del estándar de la Lengua. Voy a detenerme brevemente en el aspecto formal de lenguaje para sustentar esto (1):
Desde este
punto de vista formal se define alfabeto como un conjunto finito (2) de símbolos. Por ejemplo, el alfabeto
A
= {0,1}
En este conjunto se pueden
establecer relaciones entre sus elementos, que llamaremos cadenas o palabras. Por ejemplo, en el alfabeto A, podemos encontrar las siguientes
palabras:
x = 0; y = 01; z = 010...
O, por convenio, también se puede
definir la palabra vacía, λ =
{Ø}. Cada una de ellas tiene relacionado un número de símbolos; se
dice que cada palabra tiene una longitud, lg, que es una función del conjunto alfabeto en el conjunto de los números
naturales. Así:
lg(x) = 1; lg(y) = 2; lg(z) = 3...
Por definición, lg(λ) = 0. A su
vez, podemos definir otros conjuntos, que no llamaremos alfabetos y
que serán aquellos formados por palabras de igual longitud con los
símbolos del alfabeto A; los denotaremos como sigue:
A0
= {Ø}, tal que, para todo x0 ∈ A0,
lg(x0)
= 0
A1
= {{0,1}}, tal que, para todo x1 ∈ A1,
lg(x1)
= 1
A2
= {{00, 01, 10, 11}}, tal que, para todo x2 ∈ A2,
lg(x2)
= 2
A3
= {{000, 001, 010, 100, 011, 110, 111}}, tal que, para todo x3 ∈ A3,
lg(x3)
= 3
...
De esta forma podremos definir el
lenguaje
universal sobre
el alfabeto A,
A*,
como la unión de todos estos conjuntos de palabras, es decir:
En efecto, como puede resultar obvio con un alfabeto de solo dos símbolos, alguien propondrá que se realice el mismo ejercicio formal para el alfabeto del español. Evidentemente, las posibilidades combinatorias son mucho mayores. Pero mucho más aún de lo que pueda parecer formalmente incluso; cuando nos referimos al alfabeto del español nos restringimos demasiado, no recogemos las diferentes variedades fonemáticas, por ejemplo. Está bien, supongamos que, basándonos en estos signos (4) se define un lenguaje, el español, que se ajusta a unas normas (metalingüísticas, por cierto). ¿Quién puede decir que existe una gramática del español suficientemente restrictiva como para afirmar que el español no es infinito? Nadie. Porque, aunque el número de combinaciones sea enorme, la cantidad de combinaciones sería finita (5), pero tan grande que cualquiera la consideraría inabarcable. El hecho es que la sintaxis española restringe la formación de palabras a varias decenas de miles, de las que, por supuesto, nadie hace un uso total de ellas.
¿Entonces? Sencillo, la sintaxis no se limita a la concatenación de los signos del alfabeto. Los signos forman cadenas o palabras que, a su vez, combinamos de acuerdo a unas normas más o menos precisas (gramaticales, sintácticas también). Con una intención al menos: seguir ordenando, categorizando o clasificando nuestra realidad. Hemos llegado al campo semántico. Si ya las palabras podían referirse a objetos (sujetos, ideas, elementos del lenguaje, afectos, otros objetos...), surge la necesidad de asociar palabras para atrapar mejor esa realidad, su significado. Llegamos a la construcción de enunciados, definiciones, textos, peroratas... con significado; combinación sintáctica y selección semántica.
¿Dónde está el límite?
Se trata de un límite desconocido en todo caso.
La Literatura es un ejemplo sobresaliente de esta posibilidad, ¿o acaso no es Rayuela una bella historia de amor?
2. Alfabeto del español, Ñ = {a, b, c, d, e, f, g, h, i, j, k, l, m, n, ñ, o, p, q, r, s, t, u, v, w, x, y, z}.
3. Basta con echar un vistazo a la definición de lenguaje universal para comprender que este no lo es.
4. Aunque no es lo mismo signo que símbolo, por cuestiones expositivas decido adoptar de aquí en adelante un paralelismo entre ambos para seguir apoyándome en las cuestiones formales descritas.
5. Incluso restringiendo la longitud de las palabras a 22 (“esternocleidomastoideo”, e.g.) y admitiendo todas las combinaciones posibles de hasta 22 signos del alfabeto, el número posible de palabras sería 67.105.911. Inabarcable.
Un post muy interesante Jose, de esos que te dejan pensando al final.
ResponderEliminarMe ha gustado :-)
Espero que te guste más después de leer esto:
Eliminar"Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sústalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias". Julio Cortázar, Rayuela.
Gracias, Amara.
Sensibilidad, dulzura, romanticismo, delicadeza.... cómo no gustarme!
ResponderEliminarMaravilloso fragmento.
.