30 de abril de 2021

Caracol decena

La curiosidad del niño y de la niña de cuatro y cinco años hacia los números se manifiesta de muchas maneras. No es extraño escucharles «veinte ciento mil» o «cuatro doscientos millones» refiriéndose a la cantidad de juguetes que tienen en casa. Intuyen que los números les ayudan a cuantificar e incluso a exagerar. O aun a fanfarronear, llegado el caso. Pero, usualmente, ellos se quedaron en los símbolos numéricos del uno al nueve, o del cero al nueve. Es decir, en algún momento escolar empezaron a casar su número expresado en palabra oral con su número escrito (o guarismo). Mientras, han ido manejando esa noción de número de forma operativa: para comparar colecciones, para contar elementos, para ordenar elementos... Sin embargo, la curiosidad por los números (naturales) que van más allá del diez no acaba de ser satisfecha cuando los maestros empezamos a mencionarles el día del mes en la fecha o el número de alumnos y alumnas en clase.

Así que, por un lado, han escuchado que hay números enormes (cincuenta mil, ciento setenta y dos millones novecientos cuarenta y siete mil ochocientos treinta y dos...), y, por otro lado, les decimos que hay otros números no tan grandes, pero que van más allá del diez (veintinueve de abril, doce niñas y trece niños...). Estos últimos son capaces de memorizarlos, pero no aún de interpretarlos. No obstante, todavía hay tiempo para que, antes, pasen por procesos que les ayudarán a comprender cómo se llega a esos números: habrán tenido que hacer colecciones de diez en diez, habrán tenido que descomponer colecciones de diez en diferentes sumandos…

En el último nivel de Educación Infantil, generalmente a final de curso (alrededor de los seis años de edad), cuando ya han adquirido cierta soltura con el conteo transitivo e intransitivo, ascendente y descendente, y con cierta familiaridad en las operaciones de adición y sustracción, muchos de nuestros alumnos ya están deseando una explicación convincente de por qué escribimos los números como los escribimos. Y se la damos, entre otras formas, mediante un «cuadrado mágico». Este:

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Esta presentación a lo bruto de nada menos que cien números suele resultarles apabullante si no se han seguido los pasos previos indicados y algunos más: manejo de material específico (ábacos, regletas...) y genérico (recipientes para almacenar colecciones en decenas), aprendizaje de la convención de lectura de izquierda a derecha y de arriba abajo... Aspectos esenciales, diríamos, ¿verdad? Por eso, previamente nos habremos limitado a las dos primeras filas:

0

1

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Vemos cómo a algunos de ellos se les encienden los ojos cuando al llegar al 16 lo asocian con su expresión oral, «dieciséis». Por eso también es fácil mantener el buen humor cuando el maestro expresa «diecicero», «dieciuno», «diecidós», «diecitrés», «diecicuatro» y «diecicinco» en lugar de «diez», «once», «doce», «trece», «catorce» y «quince». Rápidamente nos corrigen, o lo intentan, puesto que no acaban de tener clara aún la correspondencia guarismo-palabra. Pero, «como son mayores», tarde o temprano caen en la cuenta de otras palabras raras, como los participios irregulares: «roto», no «rompido»; «puesto», no «ponido». U otras formas verbales: «quepo», «sé». No sirve de justificación, pero sí como ejemplos de que en el lenguaje hablado tenemos casos especiales. Así que, normal que pase también con los números, ¿no?

¡Qué importante es comprender lo que se lee en matemáticas! Y por esa misma razón, qué importante es comprender lo que se escucha y lo que se dice. Y, por tanto, qué necesario que los alumnos vayan relacionando lo que van a aprender con lo que ya aprendieron. Incluso con las palabras. Porque resulta que las palabras son secuencias ordenadas de sonidos, y, pasadas al código escrito que van desentrañando en estas edades, mantienen una secuencia de grafemas («letras»): no es lo mismo «vaca» que «cava» (como tampoco son iguales «19» y «91»). Este convencionalismo les entusiasma. Como también les estimula asociar el diez con los dedos de la mano... Especialmente cuando alguno de ellos les explica que ya necesita la otra mano para expresar gestualmente los años que ya ha cumplido (seis). De acuerdo, son asociaciones, pero en verdad les ayudan a retener los aprendizajes que han ido realizando al manejar objetos (quien dice objetos también dice sujetos haciendo una fila, parejas, pequeños equipos...).


Hasta aquí hemos hablado de números y no hemos dejado de hablar de la representación de los números. Porque la representación les facilitará comprender mejor sus propiedades, así como operar con ellos con más fluidez y aplicabilidad en su día a día (lo que redundará en una mejor comprensión de cuanto les rodea, como siempre). Y es que, aunque no quita que aprendan otras representaciones, nuestro sistema de representación posicional decimal no está mal del todo para empezar, ¿no creen?. Una de las oportunidades que surgen es, precisamente, que se nos acaban los símbolos en el «9». Por eso, cuando les presentamos el apabullante cuadrado mágico (aunque sea la escisión rectangular de las dos primeras filas), hacemos teatrillo mostrando enorme preocupación: «¡Buf! ¿Qué hacemos ahora? Después del 9, ¿qué?». Mantenemos la pausa suficiente de tensión, hasta que oímos: «¡Diez!». Y preguntamos: «¿Y cómo se escribe el ‘diez’?». y contestan: «Pues el ‘uno’ y el ‘cero’». Señalamos la casilla del «diez» y notamos cómo redirigen sus ojos hacia la izquierda: «¡Ajá!», exclamamos.

Bueno, el resto de la historia ya lo conocen ustedes. Ese cuadrado mágico puede ser una pequeña casita que acaba convirtiéndose en un rascacielos de hasta diez alturas. Y cuando llegan al noventa y nueve, háganse cargo con qué emoción claman: «¡Cien!».

Pero ¿qué pasa si antes o a la vez les presentamos una curiosa propiedad de un animalito? ¡Ah, los animales! ¡Qué hermosas propiedades portan! Animales que tienen las patas de dos en dos, de cuatro en cuatro, de seis en seis, de ocho en ocho y de diez en diez (y más). De dos en dos, al fin y al cabo. Pero ¿qué hay de aquellos que no tienen patas? Bueno, podemos fijarnos en uno de ellos que, aun sin patas (aunque «dicen que tiene un pie», y no vamos a discutirlo), lleva una casa a cuestas con propiedades extraordinarias. Nos referimos al caracol, naturalmente.

Pero vamos a hacer una pequeña trampa: en lugar de fijarnos en la línea curva a la que más se asemeja la concha, que es la espiral logarítmica, la tomaremos como si fuera una espiral arquimediana. Es decir, es el dibujo que trazaríamos recorriendo una regla girando a celeridad constante; digamos que creciendo según una sucesión aritmética.

Sea un caracol:



Hagámosle una radiografía:
Examinemos su concha:
Quedémonos con la parte en que se repiten los giros y cambiemos a una orientación perpendicular que nos vendrá bien por convenio:
Tracemos cinco segmentos que se corten en el centro de la espiral a 36º (de esta manera habremos dividido el plano en diez partes iguales en torno a una circunferencia):
Y, por fin, empecemos a numerar desde el centro hacia fuera:
Ahora ya podemos observar con detenimiento que, empezando por el «radio» vertical superior, contando el número cero, seguimos contando cada «radio»: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9... y ¡10!. ¿Por qué un 1 y un 0? Porque se nos han acabado los «dibujos» (símbolos) en el 9 y tenemos que «comenzar (de) por el cero»... Pero —¡cuidado!— tenemos que anotar la primera vuelta; es decir, indicamos primero el 1 por la primera vuelta y después el 0. Análogamente cuando pasemos del 19 al 20...

Y no es que sea muy diferente de lo que era aquel cuadrado mágico apabullante, pero es una forma más. Y lo interesante es que, aunque usemos algunas triquiñuelas, siempre podemos extraer aprendizajes matemáticos de nuestro entorno. Incluso de un caracol sin patas.







10 de septiembre de 2019

¡Qué bello es discurrir!

Dado que tenía abandonado este espacio desde hace tiempo y que a veces dedico ratos a elucubrar expresiones para textos más complejos, he decidido traeros un breve compendio de aquellas. Podéis buscarle tres pies al gato y tal vez los encontréis. Pero sobre todo, tomaos la primera expresión al pie de la letra:

Cómo no admirar su obra (fuente).

A ti que me lees: no dejes de leerme entre líneas.

El secreto del amor es el mando a distancia.

—Amor, ¿«nada más bello que un delfín» es un reto o una preferencia?

Echa la ley, echa la trampa y tira del sedal.

El continente es nuestro amor. El contenido soy yo, que jamás te he dicho que te amo.

¿Todos tenemos un papel en la vida o a algunos les han tocado todas las papeletas?

Al final voy a tener que daros la razón a todos sobre lo de morirme.

No hay nada más alejado que el ombligo.

De todo se aprende. Mira por dónde.

No sé tú, pero uno de los dos sobra.

A quién no le gustan los países prósperos, sin embargo.

Ser inmortal y parecerlo.

Ser honesto y padecerlo.

Algunos roqueros se salvan por los pelos.

Arte, ese sufijo pretencioso de la primera conjugación.

Ni para ti ni para mí, para Google.

El colmo de la gota es llenar el vaso medio vacío.

Haz bien y mira bien a quién.

Los chicos buenos van al cielo, como los globos sonda.

—¿Te quieres casar conmigo?
—Hasta la muerte… no.

Esas personas que no deberían morirse nunca. Ni haber nacido.

Una gota de pasión, una gota de amistad, una gota de respeto y una gota de sudor.

¿Pájaro en mano? ¿Para qué, si soy vegano?

Muchos por menos han muerto; el secreto está en la dosis.

No hay autoayuda que valga para comprarse.

El alero, el largo trecho entre trú y yo.

Mundos que no están en este ni en oeste.

Aunque todos tenéis un móvil, no todos vais a perpetrar un crimen.

La tecla adecuada, ¿y luego qué?

Nunca llega la hora de llegar, la hora llegadera.

Nunca se es demasiado pequeño para advertir que se es pequeño.

Los números viven encapsulados en tarros de cosas. No importa qué.

Sal al mar y mójate.

Homeópatas perdiendo el juicio por no contar con Avogadro.

Veni, vidi, da Vinci y otros artistas del Rubicón.

¡Qué debate ni qué debata!, humaniciencias.

¿La frecuencia con la que veo el rojo en la obra de Kandinsky? 4×1014 Hz, ¿por?

EscriThor, hijo de escriOdín.

«Tengo la llave de la felicidad y estoy dispuesto a usarla, hijos de puta» no parece un buen título para mi próximo libro de autoayuda.

Hazte un favor y léete el Manuscrito Voynich.

El dinero no da la felicidad. Ni lo pretende.

Nunca entenderé que la profundidad esté por encima de la superficialidad.

Cóncavo y convexo como definición de la verdadera tortilla de patata, de la verdadera izquierda, del verdadero feminismo...

No es rara la confusión entre occidental y accidental.

Seis cosas hay en la vida: homeostasis, relación, metabolismo, desarrollo, reproducción y adaptación.

Pienso, luego, esquisto, y después, no descartes.

Nada de lo que diga podrá ser usado en su compra. Canjee los cupones.

Si no eres consciente de lo que tienes hasta que lo pierdes, no lo tienes, lo tenías.

Lo raro no es hacerse preguntas, lo raro es tener solo respuestas.

No es difícil saber por dónde vas los tiros si eres el blanco.

Uno no es corrupto por donde nace, sino por donde pace.

No confundamos la celebridad con el vecino.

Agárrate, que vienen purgas.

En ausencia de leyes, tiranía de reyes.

Siempre que íbamos a Rebollos de Madregoso, estaba el mismo tipo y era el cura. Le llamábamos el obvio del pueblo.

Más alto, más fuerte, más lejos, o limpiadas a conciencia.

Nada nos hace sospechar que caiga un chaparrón, con azúcar y turrón.

Una de cal y otra de arena, y a vivir la vida contra la pared.

El movimiento se demuestra. Así que, ¡andando!




6 de mayo de 2019

Hijo, jamás me llames coach

Mira, hijo: no importa. Es posible que no te sepas todo lo que te preguntan en el colegio, pero sabes casi todo. Además, cuando no lo comprendes, buscas ayuda. Vale, a veces preguntas a mamá, a veces a mí y otras a los abuelos. Por eso también has comprobado que nosotros tampoco nos sabemos todo; también buscamos ayuda (libros, internet o preguntando a otras personas). Pero, a lo que íbamos, vas comprendiendo lo que aprendes. Es cierto que algunas cosas te interesan menos. Tan cierto como que otras te interesan mucho. En cierta forma, también te pasa cuando tenéis que decidiros por un juego entre los amigos. No siempre hacemos lo que nos gusta más. Pero bueno, eso ya estás harto de oírnoslo.



Y en cuanto a las notas, pues sí, llegará un momento en el que tendrás que ir a por la nota más alta; tendrás que competir. No sé si es bueno o es malo, pero no siempre es tan fácil como jugando al baloncesto con los compañeros de clase, en que a veces se gana y a veces se pierde. Se lo habrás escuchado a los abuelos: cuando me preguntaban por qué jugaba con niños mayores que yo, les contestaba que me daba igual si me ganaban o si podían hacerme trampas, porque a mí lo que me importaba era jugar. Y sigue siendo así cuando me junto con ellos muchos años después. Realmente, empecé a dirigir mis esfuerzos para ganar cuando veía que a veces podía ganar. Y fíjate que he mencionado algo importante: esfuerzos. ¿Crees que jamás antes me había esforzado? Naturalmente que me había esforzado antes. Y muchas veces. Y seguí haciéndolo (y sigo haciéndolo). ¿Sabes contra quién? Contra mí. Saltar más, nadar más rápido. Hacerlo mejor, vamos.

Porque no siempre sabes cómo son los demás. En la vida hay competición, y no solo en el deporte de élite. Pero la principal competición es de uno contra sí.

Y, aunque quizá no lo creas, de eso dependen muchas de las notas que obtendrás dentro de unos años: del esfuerzo en aprender que estás haciendo ya. ¡Y qué bien sienta aprender!, ¿verdad?



24 de junio de 2018

¿De cuánto estamos hablando?

Este testimonio carece de validez alguna, salvo que estéis dispuestos a creéroslo. Dice así:

Aula de Antonio Machado en Baeza (fuente)

Tengo mucha pasta. Tengo tanta que no sé qué hacer con ella. Tanta, que ni tengo miedo a perderla. Sin embargo, he vuelto a presentarme a las oposiciones para profesor de Secundaria.

No soy masoquista, pese a que, como el resto, sufrí los rigores del primer sábado del verano: en nuestra sala éramos casi un centenar, apiñados a treinta grados Celsius. Debía presentarme si quería seguir ejerciendo en septiembre, para no decaer en la lista de interinos. No es que esté muy arriba, pero, como la Administración no saca plazas suficientes, podríamos estar de acuerdo en que alrededor del primer treinta por ciento de las listas está copado por profesores que perfectamente podrían tener su plaza como funcionarios de carrera. Yo ando por el segundo treinta por ciento y no me importa demasiado no sacar plaza, porque, como dije, tengo mucha pasta, y no me preocupa demasiado mi futuro.

Me preocupa el futuro del alumnado y me preocupa qué sociedad tendremos en siquiera diez años. Por eso quiero seguir dando clase. Además, es lo que mejor sé hacer. Como veis, una mezcolanza de ilusión social y posibilismo personal.

Ya voy para mi vigésimo curso. Antes de dedicarme a la enseñanza, fui director creativo de una agencia de publicidad. Se me dio bien y supe ganar dinero, mucho dinero. Y supe invertirlo. ¿Por qué acabé recalando en la docencia? Durante quince años en el sector, compartes experiencia con gente variopinta. Personas ingeniosas, mediocres, trabajadoras, vagas, motivadas, infelices… De todo. En los últimos años, empecé a fijarme en un hecho bastante frecuente: las personas más jóvenes sabían mucho, pero apenas eran escuchadas por las vacas sagradas. Es indudable que no es el mismo empuje el de una joven recién salida de la Universidad que el de quien peina canas. Era habitual que muchas propuestas de los recién llegados fueran rechazadas con pretextos ridículos. Demasiadas veces, sin argumentos. Se aceptaba como evidente que, “en realidad, estas personas estaban menos preparadas”. Así que, un buen día negocié con mis socios la posibilidad de un año sabático. Y ahí empezó todo: el CAP y la primera oposición para entrar en bolsa.

Estudié a conciencia los dos años siguientes, compaginándolo con mi labor docente. Aprobé la fase de oposición, pero carecía de puntos suficientes para la fase de concurso. No es que me desanimara. En absoluto. Simplemente, no me entusiasmaba estudiarme setenta y cinco temas, ni de memorieta ni con profundidad. Qué duda cabe que el temario de la oposición contribuyó a rellenar lo que sabía por mi carrera y lo que fuera que hubiera aprendido en mi actividad profesional. Pero es que, como dije, tengo mucha pasta, y no me interesaba lo más mínimo perder tanto tiempo en un burdo trámite.

Vendí mi parte de la empresa publicitaria y hasta ahora.

He mantenido el contacto con algunos alumnos. No solo con los académicamente brillantes. En general, no les va demasiado bien: las condiciones para crear una empresa no son las mejores, y las ofertas de trabajo no les permiten echar raíces; por no hablar de las dificultades que muchos tienen para ayudar en casa, y sin mencionar a quienes tuvieron que desistir de la Universidad.

Con todo, sigo pensando que elegí mi mejor opción. No podría haberme dedicado a la política, que quizá es desde donde se producirían las mejoras en profundidad. No podría haber sido trabajador social ni nada por el estilo. Ni personal sanitario. Ni investigador, ni periodista. Ni científico.

En fin. Habrá a quien no le interese nada mi andadura. O a quienes les parezca absurdo preocuparse por los demás teniendo pasta. Cualquier opción sana es digna de tenerse en cuenta, qué queréis que os diga. Ahora, yo prefiero tener pasta en una sociedad mejor. En una sociedad en la que cada cual logre tanta pasta como yo. Una sociedad que sonría y en la que tener tanta pasta sea lo de menos. Cuestión de inflación, amigos.