25 de enero de 2014

El año en que murió Keith Richards

Hay ocasiones en que un solo hecho es más recordado que todas sus consecuencias. Cuando eso ocurre, el tiempo no es más que una gota encerrada en una clepsidra y los recuerdos solo aparecen en viejos papeles. Sin embargo, por extraño que parezca, el devenir podría habernos enseñado que las palabras pueden convertirse en silencio cuando nadie es capaz de atribuirles un significado.

No siempre amanecía como nos tenía acostumbrado. Más bien, ningún día era igual que el anterior. Uno esperaba que fuera así: inesperado. Si llevaba un mes lloviendo, puede que ese día al fin escampara; si llevabas años con tu pareja, puede que ese día...; si llevabas dos años en paro... Nada parecía ser para siempre. Eso parecía lo normal. Pero todo empezó a cambiar desde aquella lúgubre mañana. Todo empezaría a ser igual.

Lolo fue el primero de su promoción en indignarse ante las poco halagüeñas perspectivas laborales. Los demás habían ido trampaleando como podían, siempre al amparo de sus familias. Una familia asentada, de los que entonces era clasificadas en la clase media, parecía tener cierto estatus socioeconómico, no siempre cultural, que en épocas de bonanza brindaba grandes oportunidades de ocio. Un ocio generalmente de pago: celebraciones en bares y restaurantes, compras de ropa fuera de la época de rebajas, hijos apuntados a innumerables actividades extraescolares y campamentos... En fin, todo aquello que a cualquiera le permitía continuar a los cuarenta con aquel tren de vida que habría ansiado permitirse con veinte años menos. Con veinticinco años, los que tenía Lolo, ¡quién los pillara!

Isa nunca fue la primera en nada. Su medio siglo de arrugas incipientes solo le había dejado una hija en paro y sin estudios, y un exmarido celoso. Ah, y una hipoteca de la hostia. Afortunadamente —o eso se decía—, daba gracias a Dios por conservar su trabajo de administrativa. Por entonces se accedía a un puesto de trabajo por méritos propios —o eso se decía—, aunque mantenerse en él era otro cantar, que se debía más al buen rollo y al trato generoso con los compañeros —o eso se decía—. En fin, que hasta entonces el trabajo era el hito cotidiano de la dignificación —o eso se decía—. Pero empezaron a escasear puestos como el de Isa, ¡quién lo pillara!

Don Eusebio solía pasarse por el colegio una o dos veces al mes. Aún era intenso el afecto que sentía por toda una vida dedicada a la enseñanza. Había visto cambiar el barrio a través de los ojos de sus alumnos: primero los padres, luego los hijos, y a punto de jubilarse, hace ya cuatro años, los primeros nietos. Desde la barrera de la jubilación solía asomarse al calor de las recurrentes charlas contra las nuevas reformas educativas del Gobierno de turno. En realidad, en los últimos años aquello había decaído bastante; no por la calidad de la oratoria, que también, sino, más bien, por los hechos y circunstancias que acompañaban a aquellas palabras huecas: compañeros que seguían escolarizando a sus hijos en centros concertados y que se acogían a seguros médicos privados. Aunque se lo reprochaba, sus antiguos compañeros, sobre todo los más jóvenes, refiriéndose a su pensión, trataban de rebatirle con un “¡quién la pillara!”.

Pero todo cambió para siempre aquella lúgubre mañana.

Durante siglos los humanos habían mantenido siempre aquella discusión acerca de la naturaleza humana. A fuer de concretarla, estos podrían ser sus términos:

Según el planteamiento menos biologicista, el hombre no es hombre por haber nacido hombre, sino por haberse hecho hombre en la relación con otros hombres, desarrollando ese potencial humano impreso en su genética:

«Para ser hombre no basta con nacer, sino que hay también que aprender. La genética nos predispone a llegar a ser humanos pero sólo por medio de la educación y la convivencia social conseguimos efectivamente serlo». Savater1 (1997, p. 37)


«La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier otro animal gregario, es clara». Aristóteles2 (1986, p. 48)

En el otro lado, el planteamiento más biologicista sugiere que cada etapa vital tiene sus propias características, que la diferencian de otras: la infancia sería diferente de la adultez, y ambas, a su vez, de la adolescencia, por ejemplo. Pero, en cualquier caso, según este planteamiento, el hombre es hombre desde que nace:

«De esta misma opinión se muestra Spaemann cuando sostiene que todos los humanos, por el hecho de pertenecer a la especie homo sapiens sapiens, por compartir la misma naturaleza –aunque algunos la posean en la fase del desarrollo biológico o en condiciones precarias-, deben ser reconocidos como personas». García Amilburu (en Ruiz Corbella, M.3 (coord.) (2003, p. 19))


«En estos llantos que pudieran creerse tan poco dignos de nuestra atención, nace la relación primera del hombre con todo cuanto le rodea; aquí se forja el primer eslabón de la dilatada cadena que constituye el orden social ». Rousseau4 (p. 53)


Keith Richards
Apenas sesenta años antes se había recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos una serie de valores que, de alguna forma, habrían de ser tomados como universales. Mas esto nunca sucedió, o, para ser más correctos, apenas sucedió. Y, desde aquella lúgubre mañana en Nueva York, nos encontramos así y nada cambiará.

Lolo, Isa y don Eusebio aún lo recuerdan, y, como ellos, todos los demás lo recordamos porque aquel año murió Keith Richards.




1 Savater, F. (1997). El valor de educar. Barcelona, Ariel

2 Aristóteles (1986): Política. Madrid, Alianza

3 Ruiz Corbella, M. (Coord.) (2003): Educación moral: aprender a ser, aprender a convivir. Barcelona, Ariel

4 Rousseau, J. J. (1990): Emilio o de la Educación. Madrid, Alianza