5 de diciembre de 2014

Punto de ficción

¿Y si fuera verdad que al menos conociéramos una gota en el océano, como sentenció Newton? A veces los problemas cercanos resultan tan inhóspitos como los confines del Universo. Y eso, en suma, es lo que querría mostraros con ciencia ficción baratilla, sin muchos efectos especiales.



Los hechos, personajes y circunstancias de esta historia apenas levantan un átomo del suelo, ya que son totalmente inventados. Así que podéis ir tranquilos, que dudo de que estas cosas pasen realmente.

Ocho de la tarde: Un tarro de judías verdes acaba de caer en la terraza del tercero. Alguien abre las puertas del salón y observa el suceso. “Mamá, se ha roto un bote”. Mamá  se acerca y constata el estropicio. “No salgáis, que os podéis cortar con los cristales”, advierte a sus hijos. Innecesariamente, pues andan absortos con la tele y afuera hace un frío del demonio. La madre recoge los trozos esparcidos de vidrio y las judías del tío Antonio que guardaron hace unos meses en conserva. A la basura. “¡Qué lástima!”, se dice. Pasa la fregona y aquí no ha pasado nada. “Espero que no haya goteado a la vecina del segundo”.

Nueve de la noche: Imelda abre la puerta del segundo B. Deja las llaves donde suele dejarlas, cierra la puerta y se descalza. “¡Hola! ¿Hay alguien en casa?”. Silencio. “Venga, un poco de música”. 'Walk on the wild side' empieza a arrullar a las sillas, a la lámpara y a cuantos objetos pueblan el salón de Imelda, que se deja caer en el Roche Bobois en capitoné. Se recuesta y los párpados se cierran tras un día para olvidar. Llamadas, tuits, correos electrónicos... van mezclándose hasta desaparecer en la voz áspera de Lou Reed.

“Cariño”, le susurra retirándole el pelo de la oreja. Imelda se remueve en el sofá y vagamente abre los ojos. “Me quedé dormida”. La sonríe con un beso en la mejilla.

La noche cayó en el silencio de la calle, con apenas algún runrún. En la cena Miguel le contaba ufano de qué iba su nuevo artículo: “Nada escapa a la ciencia, cariño. Tarde o temprano la humanidad irá descubriendo un mundo más amable porque lo iremos conociendo mejor. Podremos explicar lo que ahora es inexplicable y sobre eso fundamentaremos las herramientas que nos hagan vivir en mejores condiciones”. Ella le miraba con paciencia; era el discurso de siempre, triunfalista, pero no sobre la ciencia, sino sobre él. “¡No se puede ser más ególatra”, se decía, mientras Miguel sonaba de fondo, “¡como la puta radiación de fondo!”, habría pensado ella.


Tras la cena, Miguel se dispone a preparar dos poleos. Como de costumbre, Imelda se queja de que está hirviendo; quiere tomárselo cuanto antes, que el sueño la puede. Una noche más, Miguel deja la taza de Imelda en la terraza, sin la bolsita de la infusión, como a ella le gusta. Pero no repara en la taza que ayer no se tomó Imelda, junto a los mustios geranios. “No sé qué mosca le pica últimamente”, piensa Miguel. La tele les mantiene unidos media hora más. Miguel trata de agradarla y se dirige a la terraza para recogerle la taza. Ahora sí, se percata de que hay dos tazas: una de ellas tiene el agua helada, la otra, no del todo. Piensa. Coge las dos, deja en la pila la taza con el agua congelada, mete la otra en el microondas, esta vez veinticinco segundos. La saca e introduce la bolsita de poleo. Se la lleva a Imelda, quien, por fin, logra dedicarle una sonrisa. Será la última.

Son las tres de la madrugada en la comisaría central cuando Miguel presta declaración. La inspectora Antúnez le ofrece otro café. Miguel lo rechaza en silencio. “Bien, cuénteme de nuevo: usted vio dos tazas y supuso que una de ellas estuvo en la terraza desde la noche anterior, porque sospecha que Imelda no llegó a tomársela. De acuerdo. Pero, dígame, ¿por qué eligió la que apenas tenía hielo?”. Miguel baja la cabeza, la hunde entre sus manos y al fin contesta: “Obviamente, pensé que acababa de dejar la que aún no se había congelado, puesto que no le habría dado tiempo a congelarse. Soy biólogo, ¿sabe?”. La inspectora esperaba esa respuesta. Prosiguió: “Claro, la ley de enfriamiento de Newton, ¿verdad?”.

Miguel se pregunta por qué no ha seguido la suerte de Imelda. Cenaron la misma sopa,  la misma lubina al horno. Bebieron la misma agua, ambos tomaron poleo. Algo se le escapa. Y a la inspectora también. Pero todo apunta a un envenenamiento por toxina botulínica.

La inspectora le despierta del ensimismamiento. “Sí, sí, también me lo pregunto”, se dice. “Discúlpeme, es que no...”. La inspectora asiente: “Sí, lo comprendo”, y continúa: “Tengo que informarle del resultado de unas muestras halladas en la barandilla de su terraza”. El viudo la mira expectante. “Al principio nos pareció simplemente hielo, pero a uno de los agentes le sorprendió la disposición: localizada junto a unos geranios, secos, con unas gotas dispuestas en un cerco, como si se hubiera derramado el contenido de un vaso. Pero no fue de un vaso, sino de una taza, la que probablemente se llevó a la boca su difunta esposa”. Miguel la observa como quien observa a un mago. “Bien, ¿sabe qué hemos encontrado en esa agua?”. Miguel está a punto de desmayarse. “Sí, lo sabe: Clostridium botulinum”. 

Hubieron de esperar al día siguiente para seguir la pista del agua contaminada que les llevaría al piso donde se derramó el tarro de judías verdes. Se confirmaría así el origen del agente tóxico. Sin embargo, en aquel gélido trece de diciembre, sumida Madrid en plena ola de frío polar, con temperaturas mínimas de doce bajo cero, un varón de treinta y seis años, doctor en bioquímica, sale del Anatómico Forense con las manos en los bolsillos, cabizbajo y preguntándose por el sentido de su vida.

Sorprendente, pensaréis. Paradójico, más bien. El sentido común o la intuición le llevó a elegir la taza con agua menos congelada, pues sospecho que no prestó atención a la ley de enfriamiento de Newton, como sugirió triunfante la inspectora. Pero da lo mismo, y eso ahora ya lo saben ambos: en determinadas situaciones, el agua más caliente se congela antes que el agua más fría, fenómeno que se conoce como el efecto Mpemba.


Erasto Mpemba (The Times)
Quizá sí sea sorprendente que hasta hace poco no existiera una explicación definitiva para este fenómeno físico tan cercano. Pero, amigos, estas cosas pasan realmente.


4 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho! Well done

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  2. Muy bien utilizado el lenguaje. Desconocía el efecto mpemba.
    Muy bueno.

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  3. Es un texto magnífico.
    Debo alabar el estilo creativo, que se aplica con un uso ágil y escrupulosamente correcto a cada una de las escenas narradas. Ese uso permite una lectura perfectamente evocadora de las situaciones, sin un ápice de adorno. La trama es interesante y bien resuelta.
    Francamente, así también se logra que al lector le pique la curiosidad por la ciencia.

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  4. Gracias a todos por vuestros comentarios.

    Debo mencionar un agradecimiento muy especial para Daniel Torregrosa, autor del espectacular blog http://www.esepuntoazulpalido.com/ , de Química y de mucho más. Dani, experto en toxicología, fue quien me ayudó a pergeñar la terrible mala suerte de Imelda. He de reconocer, a pesar de la tragedia, que pasamos momentos hilarantes hasta dar con una sustancia creíble.
    Todo desde el candor de unos pobres blogueros, por aportar un punto de ficción.

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