2 de octubre de 2014

“Yo tenía una tarjeta en Bankia...” (Memorias de Bankia)

Una horda de sinvergüenzas han “tomado prestados” 15 millones de euros de Caja Madrid-Bankia. Pasaron como ímprobos “consejeros” cuando las cosas iban bien. Sin embargo, tras el mastodóntico rescate público de la entidad, saltaron las alarmas sobre la labor desempeñada por los gestores y por la supuesta función vigilante de los consejeros, propuestos desde diversos partidos políticos. Imagínense el comienzo de la autobiografía de uno de ellos haciendo una burda imitación de, por ejemplo, Memorias de África (también robarían ideas, claro).


Memorias de Bankia
Memorias de África
Yo tenía una tarjeta en Bankia, a mis pies, los tontaínas del montón. El programador disimulaba aquellas cuentas con un centenar de millones de importe, y Bankia se asentaba en una deuda de unos seis mil más. Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas y las noches frías.

La veneración hagiográfica y la ineptitud se combinaban para formar un paisaje único en el mundo. Era excesivo y opulento; era Bankia esquilmada mil veces, una locura, como es la inmensa y refinada esencia de un banco. Los billetes eran secos y quemados, como billetes en cerditos de cerámica. Los consejeros teníamos un follar luminoso y delicado, de estructura diferente a la de los consejeros de Europa; nos decían: «Un embargo hasta la cópula, si no, los capas sin avales», y estas formas daban a los altos consejeros insolidarios un parecido con las rameras, o un aire vampírico y hedoico, como carcas aquejados de pelas guardadas en monederos Cartier que con huraña paciencia iban gastando alegremente. Las menudas y retorcidas caricias aquí y allá arrasaron la hierba de grandes praderas, y la hierba jamás daría su aroma, ya todo quedaría empantanado; en algunos lugares el hedor era tan fuerte que escocía las narices. Todos los capullos que encontrabas en las tabernas o entre los trepas y liantes de los partidos políticos eran hijoputas, la ruina; en el mismísimo precipicio frente a la turba perecía sin duda la incierta burbuja de grandiosos y megalómanos créditos onerosos. Las panorámicas eran inmensamente vacías. Todo lo que se veía estaba hecho para la pereza y la falsedad, y se respiraba una inaguantable vileza.


La principal característica del pillaje y de tu VISA en él era el aura. Al recordar una estancia en las plantas altas de Bankia te impresiona el sentimiento de haber vivido durante un tiempo en el cielo. Lo singular era que el cielo tuviera un color azul pálido, pues una profusión de nubarrones se cernía sobre la impávida chusma errante, endeudada, con preferentes, venerando al vigor azulado del PP, sin la constancia del robo que brillaba con un amarillo intenso y fresco en las cadenas doradas y los Rolex. A mediodía el aire arañaba la tierra, como una llama; centelleaba, se ondulaba y brillaba como agua fluyendo, reflejaba y duplicaba todos los objetos, creando grandes fuegos fatuos. Allí arriba respirabas a gusto y emanabas seguridad y ligereza moral. En las plantas altas te desperezabas por la mañana y pensabas: «Estoy donde debo estar».
Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El ecuador atravesaba aquellas tierras a un centenar de millas al norte, y la granja se asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas y las noches frías.

La situación geográfica y la altitud se combinaban para formar un paisaje único en el mundo. No era ni excesivo ni opulento; era el África destilada a seis mil pies de altura, como la inmensa y refinada esencia de un continente. Los colores eran secos y quemados, como los colores en cerámica. Los árboles tenían un follaje luminoso y delicado, de estructura diferente a la de los árboles de Europa; no crecían en arco ni en cúpula, sino en capas horizontales, y su forma daba a los altos árboles solitarios un parecido con las palmeras, o un aire romántico y heroico, como barcos aparejados con las velas cargadas, y los linderos del bosque tenían una extraña apariencia como si el bosque entero vibrase ligeramente. Las desnudas y retorcidas acacias crecían aquí y allá entre la hierba de grandes praderas, y la hierba tenía un aroma como de tomillo y arrayán de los pantanos; en algunos lugares el olor era tan fuerte que escocía las narices. Todas las flores que encontrabas en las praderas o entre las trepadoras y lianas de los bosques nativos eran diminutas, como las flores de las dunas; tan solo en el mismísimo principio de las grandes lluvias crecía un cierto número de grandes y pesados lirios muy olorosos. Las panorámicas eran inmensamente vacías. Todo lo que se veía estaba hecho para la grandeza y la libertad, y poseía una inigualable nobleza.

La principal característica del paisaje y de tu vida en él era el aire. Al recordar una estancia en las tierras altas africanas te impresiona el sentimiento de haber vivido durante un tiempo en el aire. Lo habitual era que el cielo tuviera un color azul pálido o violeta, con una profusión de nubes poderosas, ingrávidas, siempre cambiantes, encumbradas y flotantes, pero también tenía un vigor azulado, y a corta distancia coloreaba con un azul intenso y fresco las cadenas de colinas y los bosques. A mediodía el aire estaba vivo sobre la tierra, como una llama; centelleaba, se ondulaba y brillaba como agua fluyendo, reflejaba y duplicaba todos los objetos, creando una gran Fata Morgana. Allí arriba respirabas a gusto y absorbías seguridad y ligereza de corazón. En las tierras altas te despertabas por la mañana y pensabas: «Estoy donde debo estar».





5 comentarios:

  1. Hay poesía en el crimen organizado.

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  2. He ido comparando los textos y me descubro ante el autor: lo ha clavado.

    Lo que no quita que estos sinvergüenzas sigan campando a sus anchas. Si en verdad hay justicia el juez y el fiscan deberían actuar ya.

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  3. Como una triste fábula, y los demás viéndolo como gilipollas...

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