6 de julio de 2015

¿Cerrar los ojos a la realidad machista o transformarla?


Hay ocasiones en que es mejor cerrar los ojos. Cerrar los ojos ante la desmesura de la belleza es como abrirlos ante el absurdo de la estupidez, ambas infinitas por distintas razones. Sin embargo, soñar con la belleza suele ser normal cuando lo feo es una constante de la realidad, una constante real, constatada e incontestable. Vagando por los caminos que muestran la realidad, cruda o cocinada, a veces te puedes despertar de tu ignorancia. En esas ocasiones puedes haber encontrado una solución a una antigua duda o puedes haber hallado algo inesperado, por ejemplo. Pero, cuando caminas y solo te encuentras el suelo bajo el cielo, puede que aún no hayas ni empezado a andar. Como si lo feo fuera normal y la sorpresa escondiera sus garras detrás de un horizonte indefinidamente oscuro. Lo normal. Acaso lo natural, acaso lo habitual, acaso lo que todo el mundo espera.

Mujer en una fábrica de Texas, EE.UU., (1942).

Cerrar los ojos, sin embargo, es uno de los privilegios de quien puede abrirlos para mirar y ver. Ver para creer o ver para dudar, para parpadear. Ver cómo es vilipendiada una arquitecta en el bufete de sus socios. Ver cómo es despedida una mujer que comenta estar embarazada. Ver a la madre que trabaja fuera de casa y vuelve a trabajar dentro de casa. Quizá diferente a ver que cualquier mujer suficientemente hábil y constante puede realizar la carrera de Arquitectura, como cualquier hombre hábil y constante. Quizá diferente a ver el esfuerzo que conlleva ser madre y el beneficio que aporta a la sociedad traer una nueva persona al mundo. Quizá diferente a ver que algunos hombres empiezan a asumir sus responsabilidades familiares.

Ni perfección ni estupidez suma. Así es nuestra realidad generalmente, entre destellos de una y otra, y entre infinitos matices de ambas. Es difícil medir el machismo, como difícil es contar las estrellas. Sin embargo, no hace falta saber de Astronomía para tener la certeza de que existen estrellas. Apreciamos sus cualidades, también sentimos la opresión del machismo... En muchos ámbitos.

La cuestión está en si queremos que eso siga siendo así. La respuesta es obvia: ¿Acaso queremos que siga habiendo hambre? No, ni machismo.

Educar no es solo mostrar, no es solo enseñar. Educar también es ayudar a aprender, también es orientar, colaborar para un mundo mejor, preparar para ayudar. Y, en general, participar en la mejora de nuestra realidad. Para educar no basta con constatar. Para eso se supone que están los notarios (para dar fe, los sacerdotes).

Es un hecho el machismo, hagamos algo por desterrarlo. Para esto no hay que cerrar los ojos, ni los nuestros ni los de nadie.

Los lingüistas deben de conocer cuál es el origen del sexismo en nuestra lengua. Algo que no se da en el inglés, sin género... de dudas. Quizá a veces cometemos el error de valorar como masculino lo que realmente debió de ser neutro, sobre todo en los plurales: alumnos, humanos, individuos. O quizá solo hacemos extensiva la condición machista de nuestro lenguaje. Una consideración importante estaría en dilucidar si el género enriquece al lenguaje o si, por el contrario, lo convierte en una herramienta segregadora. Y, por tanto, si el lenguaje es manifestación del pensamiento, dilucidar si nuestra capacidad discernidora  avanza o no.

Si nos restringimos al pensamiento individual, es posible que el género coadyuve a nuestro gran talento clasificador: masculinos por acá, femeninos por acullá. Ya, pero puestos a dar clases de equivalencia, ¿por qué no recuperar un género más, el neutro?

Si nos extendemos a la contribución social de muchos pensamientos individuales, es posible que nos demos cuenta del error que supone clasificar por género: enfermeras, maestras, modistas, mecánicos, camioneros, médicos. Parece que el género es restrictivo.

Lamentablemente, el uso también está en la semántica y en la pragmática: “el coche de papá”, “me peina mamá”.

A simple vista puede parecer que el lenguaje va a remolque de las costumbres. Pero, una vez que nos hemos abstraído hasta el plano metalingüístico, ¿no sería interesante intentar controlar ese devenir en beneficio de las costumbres, de las actitudes, de las acciones? Si, además de mostrar un modelo no sexista, utilizamos un lenguaje no sexista, es probable que contribuyamos a una sociedad menos segregadora.


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