(...) Cometemos
el error de meter todo en el mismo saco: no todo el que tiene más
dinero es un ser abyecto, ni todo el que tiene más dinero es más
feliz que quien no tiene tanto. A mi humilde juicio, hay umbrales no
cuantificables de forma perfecta pero sí de forma intuitiva. Hace
año y medio un centro de estudios económicos y financieros de
Barcelona, en colaboración con una Universidad de California, fijaba
en un estudio la “renta mínima de felicidad” en $25,000 anuales.
Interesante, ¿verdad? Todo lo que anduviera por debajo tenía menor
probabilidad de dar felicidad -por decirlo de alguna forma-, y todo
lo que anduviera por encima podía darla o no, pero en ningún caso
era muy significativa la mejora -a saber en qué consistiría tal
mejora-.
Quedémonos
con la intuición que tenga cada cual de qué es lo que necesita para
ser más feliz, sin saber exactamente qué es ser feliz. Quizá
porque, como la vida es un proceso (fue un resultado al nacer), ser
feliz sea una concatenación de estar feliz en diferentes instantes.
¿Es más feliz el artesano que realiza unas alpargatas que el
empresario que monta una fábrica de alpargatas? Sin referirnos a
algo tan desconocido como es la felicidad, centrándonos en algo más
cercano como es la satisfacción, puede que ambos se sientan igual de
satisfechos en sus respectivas tareas, tanto de procesos como de
resultados.
Y
puede que ambos se hayan esforzado en la misma medida. Y hasta con la
misma eficacia: ¿se puede comparar la satisfacción de un comprador
de alpargatas únicas y más caras con la de miles de compradores con
alpargatas iguales, más baratas y que sirven para lo mismo?
No
es tanto el beneficio como el perjuicio. En el fondo a nadie nos
importa que a los demás les vaya bien siempre y cuando a nosotros no
nos vaya mal. A nadie nos ha importado (o no demasiado) que las
inmobiliarias ganaran dinero a espuertas durante una década porque
(aparentemente) a todos nos seguía yendo bien. Pero ahora culpamos a
las inmobiliarias, entre otros agentes, de los males que nos empiezan
a aquejar.
Ante
ésta y otras crisis se me ocurren dos maneras de pensar: a) siempre
hay alguien más cualificado (más listo si se quiere) que podría
haber advertido los cambios funestos; b) nadie puede determinar del
todo las consecuencias. De las dos, me quedo con la segunda: por
optimismo, porque creo en la naturaleza humana (volitiva, cultural,
reflexiva, adaptativa... en suma, inteligente) y porque no creo
alcanzable el conocimiento de toda la realidad, es decir, no somos
suficientemente inteligentes. No niego, sin embargo, la primera
opción, de que hubiera personas preparadas para vaticinar algunas
consecuencias, pero dudo de que hubieran alcanzado una certeza
convincente. Por ejemplo: ¿quién nos iba a decir que la producción
en serie del Ford T nos iba a llevar al caos circulatorio de las
ciudades, a los numerosos accidentes de tráfico o la desastrosa
contaminación? En su día fue visto como un gran avance.
En
este sentido, cabe preguntarse si ha habido instituciones (gobiernos,
FMI, UE, OCDE...) suficientemente informados como para ser
conscientes de la actual crisis. No me cabe duda de que han podido
tener la intuición o algunas señales de precaución y de que, a
pesar de eso, han pesado más los intereses personales de quienes
formaban parte de estas instituciones. Pero, tampoco me cabe duda de
que, si hubieran tenido la certeza absoluta de la crisis, hubieran
puesto los medios adecuados... no sólo por los demás, sino incluso
por ellos mismos (a no ser que fueran psicópatas). Pero nunca han
tenido la certeza porque siempre han tenido la esperanza de que “no
sería para tanto”. Una esperanza por la que todos hemos pasado
cuando no nos ha ido la vida en ello, la esperanza que nos invita a
pensar: “venga, un poquito más”. Es la esperanza de creernos
conocedores de toda la realidad, asumiendo que el futuro también es
realidad. ¡Qué ilusos!
Lo
paradójico es que el pasado lo conocemos mejor que el futuro y,
aunque en ocasiones se pueden buscar remedios en el pasado para el
presente, el pasado lo damos por perdido. Por ejemplo: ¿por qué
hipotecar a millones de contribuyentes si se pueden pedir cuentas a
quienes se forraron ilícitamente en el pasado? Muchos lo hicieron
legalmente, como también vivieron sin estar montados en el dólar
millones de contribuyentes, ¿por qué a millones sí y a unos
cuántos miles de personas no? ¿Consistirá en eso la crisis, en una
especie de aniquilación malthusiana?
Sin
duda, estamos en manos de alguien, pero, ¿de quién o Quién?
José
Martín Cuesta Romero
(octubre
de 2008)
Han pasado 5 años de este texto y no parecemos ir a mejor.
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