¿Se
han dado cuenta? Federico Trillo es embajador en Londres. Sin
consultar las hemerotecas, habrá quien pueda preguntarse por qué.
No estoy seguro
de la respuesta, o, más bien, de los matices
retóricos de quienes se ocuparan de invadir los medios
de
comunicación con interpretaciones políticamente correctísimas. Por
ejemplo, podrían argumentar
que la razón está en la Democracia:
“Son los electores quienes tienen la última palabra”. Podrían.
O
quizá de otra forma: “Los ciudadanos ya le juzgaron”. O tal
vez: “Después de que se resolviera
judicialmente lo del Yak 42,
queda claro que su actuación fue la correcta”. Parecería así que
su
cargo es merecido. ¿Para quién: para él, para los españoles?
Por ahora apenas he oído una tibia referencia a su representación -durante ocho años más tras el Yak 42- en el poder legislativo, de donde emanan las normas de nuestra Democracia. No me digan que no se maravillan de la facilidad que tienen algunos políticos profesionales no sólo para eludir acusaciones, sino incluso para darles la vuelta. A mí me sigue pareciendo portentoso, más que la tercera ley de Newton. Una ley, por cierto, que no sale de ninguna cámara parlamentaria.
Es
más que tener cintura. No sólo basta con esquivar.
Me
estoy acordando de todo el revuelo que fomentaron y alimentaron desde
la antigua
jerarquía del PP sobre la denominada “teoría de la
conspiración”. Durante meses gasté grandes
energías parpadeando
porque no me creía que, lo que empezó siendo una insinuación,
fuera
creciendo como una seria posibilidad: como si las entrañas
del Estado hubieran planificado el
terrible atentado de los trenes
de Atocha. Y, ¡oh, casualidad!, el Estado estaba siendo gobernado
por
los socialistas. Los señores y señoras del PP que habían
gobernado el Estado antes y durante los
atentados no sólo es que no
tuvieran ninguna responsabilidad, sino que además se erigían como
adalides de la justicia infinita. Pero, no satisfechos con esto, se
aplicaban con denuedo en relacionar el atentado con su firme postura
de defensa de las instituciones (“una grande y libre”) en contra
de
las listas de la izquierda abertzale, para matar así dos pájaros
de un tiro. Y luego criticaron la cacería de Garzón -aunque después
fueron a cazarle-.
A propósito de la Gürtel, ¿no oyeron a la
dimitida Presidenta de la Comunidad de Madrid manifestar que
su partido estaba
siendo víctima de una persecución judicial
auspiciada por el Gobierno socialista? Llamo la atención
sobre el
calificativo “socialista”, que, pronunciado por personas
conservadoras suena como
“estalinista” o, cuando menos,
“bolchevique”. Estamos de acuerdo en que encierra connotaciones
históricas o, más bien, anacrónicas. Pero me parece abyecto
recurrir a esa demagogia, como me lo
parecería calificar de
franquistas a algunos que se autodenominan liberales.
El
PP suele reaccionar como una devota sexagenaria de capital de
provincia: una señora
que se pasa el día hablando de buenas
costumbres, para canalizar la frustración o el temor que le
suscita
su pérdida de estatus. Una señora que no ahorra críticas contra
quienes se saltan los
preceptos de las buenas costumbres;
naturalmente, las suyas. Una señora que tiene sus propios
valores.
Suyos, y que no se los toquen. Porque, vamos, qué atrevimiento el de
un joven que la
increpa cuando trata de colarse en una pastelería.
¡Qué poco respeto! El PP sigue hablando de falta
de modales. De
los demás.
Algún
asesor con barba y ojos azules debió de aconsejarles mal sobre el
cambio de
valores y el movimiento de globalización que se empezaba
a vislumbrar a finales de los años
ochenta del siglo pasado.
Dimitido Demetrio Madrid, ya tenían la fórmula maravillosa. Una
estrategia de sexagenaria forrada de pieles saliendo de misa, pero
disfrazada de monje zen.
Quisieron
hacernos creer el principio del junco, que se dobla ante un tsunami y
recupera su ser
cuando ha pasado. En algunos círculos de la
anhelada España imperial esto funcionó y funciona: es
una forma de
dárselas de moderno, de abierto. Pero, una vez más, se vuelve a
confundir
conocimiento con dominio parcelado. Se confunde auge
económico con auge cultural y, así, durante los noventa muchos
españolitos vinculan ganar dinero con la obtención de un título de
hidalguía. Y,
entre otras cosas, en lugar de levantarse juncos, se
levantan tabiques de Pladur.
Erre que erre, apenas hace un año.
Ahora
resulta que Rodrigo Rato fue el mejor ministro de Economía de la
Democracia
-es llamativa la humildad con que lo restringen a los
últimos treinta años-, y Aznar, por supuesto, el mejor presidente.
A
mi juicio fueron el tándem del pagaré. ¿Conocen la historia? Dice
así: Un rico
comerciante enseñó a otro el fantástico diamante
que había heredado de una tía lejana. El segundo
comerciante,
maravillado por la joya, no pudo resistirse y le instó a que se la
vendiera. El heredero,
tras aludir a un pretendido valor
sentimental, planteó un precio excesivo para el otro: dos mil
dólares. Pero el comprador, sin impresionarse, sacó un talonario de
su levita y le propuso pagarle
con un pagaré, justificando que no
llevaba dinero suficiente. El heredero, ante la posibilidad de
ganar
una suma de manera tan fácil, aceptó la proposición. Cuando
estaban a punto de despedirse,
el primero manifestó su
arrepentimiento y solicitó al otro que le devolviera el diamante y
él le
devolvería el pagaré de dos mil euros. Pero el nuevo dueño
le expuso que, dado que se había
incrementado la demanda, debía
incrementarse el precio. Por lo cual le pidió tres mil dólares.
Como
el dueño original tampoco tenía dinero encima, le propuso
extenderle un pagaré. Estuvieron toda
una tarde intercambiando el
diamante con pagarés de importes cada vez mayores. Cuando uno le
estaba extendiendo al otro un pagaré por un millón de dólares, el
otro llamó la atención sobre lo que
creía haber descubierto: “¿Te has dado cuenta de que hemos encontrado una forma fácil de ganar dinero?”.
Rato
consiguió que muchos se creyeran el milagro de los panes y los peces
de cemento.
Y, con este aparente respaldo material, Aznar lo tuvo
fácil para convencerlos de un sueño: “todo es posible si eres español”.
No
es tener cintura, tampoco es emular al junco, sino afianzarse como un
muro de
hormigón armado. Es la consigna. No se trata de esquivar;
es una escenificación tramposa, en la que
se simula ser un tabique,
como acaso pueden serlo otros diez millones de españoles, cuando,
en
realidad, se es un muro infranqueable, capaz de repeler cualquier
ola e incluso redirigirla a quienes
no piensan como ellos.
Cierta
mañana el Financial Times criticaba la actitud de los políticos
españoles,
preguntándose cómo era posible que el debate se
instalara en rivalidades partidistas, alejadas de la
crisis
económica. Me cuesta creer que este prestigioso diario no hubiera
caído en la cuenta de la
condición humana. Algo de lo que los
estrategas del PP continúan sacando mucho jugo. Por un
lado, es
fácil movilizar los bajos instintos (animadversión, prepotencia,
irracionalidad en suma), y,
por otro, no cuesta nada alejar las
causas últimas de la vida cotidiana. Cada cual tiene bastante con su vida, especialmente si le auguran continuamente que ésta irá de mal en peor. Pero, si uno se fija
un poco, aun sin saber
macroeconomía, cuando escucha o lee que la crisis económica es una
crisis
de confianza, pronto comprende que, en el fondo, es una
crisis moral (un fraude, vamos). Y entonces uno despierta y
reconoce
que la estrategia especulativa del PP, en cierta forma adoptada por
el FMI de Rato para
superar la crisis de las tecnológicas de 2001,
no debería seguir creciendo. Se equivocarían si
despreciaran la
potencia de la Naturaleza, creyendo que siempre podrían seguir
elevando su muro
de hormigón. ¿Qué muro puede con el tsunami de
la crisis actual? ¿No se han parado a pensar sobre
las grietas que
se van produciendo? Sólo vale la estrategia del junco: flexibilidad,
paciencia, tesón y
confianza.
Pero
eso sólo se puede hacer si, como se hizo tras la Perestroika,
empiezan a demoler el
muro que han creado.
Eso
incluye al embajador Trillo. Y tendrán que hacerlo si no quieren que
sea comparado
con el señor Fabra -aunque Trillo ya se ocupa de que no sea así-. Porque es lo que tiene la Democracia: el peso de la
mayoría es determinante
para elegir, pero a veces, la mayoría, si está engañada, puede tomar la peor de las decisiones.
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