Violeta
camina sola por la calle, entre pantalones y faldas de muchedumbre
que entra y sale de las tiendas. Esa tarde no hace el frío usual,
pero Violeta no sabe de estaciones, ni conoce su última parada. Ella
camina buscando comida, aterida desde el final de su mundo. Se asoma
al escaparate de una pastelería y allá, más al fondo, divisa
personas de cuerpo entero y de espaldas a ella, mientras la
exposición tras el cristal y un aroma de bollo tierno le incitan a
pasar. Pero no pasa. Sigue caminando, sola, entre personas con prisa.
Las
farolas se van iluminando, las luces de Navidad se van iluminando y
Violeta sigue apagándose.
La
noche cae de repente ante los altos edificios. Un supermercado está
cerrando, unas personas salen con bolsas, y varias decenas se
arremolinan hacia una callejuela donde irán a parar los perecederos
que no se podrán vender. Mientras las farolas y los adornos de
Navidad brillan entre la bruma que aparece poco a poco. Mientras
algunas ventanas de pisos empiezan a ser translúcidas por una pátina
de vaho que deja claro que dentro funciona la calefacción. La
energía de la Navidad se puede respirar.
Las
calles comienzan a despoblarse, incluso los coches circulan
fluidamente. Sólo unos pocos deambulan de bar en bar o a la caza del
último comercio abierto. La alegría de la Navidad se respira en
cada hogar.
Pese
a las luces, la ciudad sigue gris y desalmada. El cemento es su
esencia, el ladrillo, su ser. El vidrio permite a los hilos de luz
extender cierta ilusión, pero lo cierto es que la ciudad es
transitada por personas que no encuentran su luz. Quizá un albergue,
quizá un portal, quizá una parada de autobús, un banco en algún
parque... Y la fría y oscura noche de siempre. “Que podamos vernos
todos los años”, “¡Feliz Navidad!”, “ande, ande, ande, la
Marimorena...”, “¡buenísimos los langostinos!”... Pero la
ciudad acabará durmiendo, como siempre.
En
el tercero B del portal diecisiete la cuñada de Emilia mira el reloj
cada diez minutos. Ni soporta a la hermana de su marido, ni soporta a
su novio. Los hijos de Emilia son pequeños monstruos que no paran de
levantarse de la mesa y no dejan a sus hijos tranquilos. Su marido la
sonríe y ella le devuelve la mueca como puede, pero su idea sigue
instalada en irse cuanto antes, y la de sus hijos también. Pero
Emilia parece feliz, ajena a los rencores de su cuñada y al sopor de
sus sobrinos, hartos de sus primos, sus hijos. Llegan algunos
regalos, que parece que Papa Noel dejó escondidos bajo el árbol.
Los pequeños monstruos se abalanzan sobre las cajas más pomposas.
Por fin.
Se
empiezan a oír petardos, parece la señal. De nuevo comienza el
bullicio, pero la ciudad sigue gris, otra vez inundándose de coches
que sólo iluminan su camino.
Violeta
duerme ya, sin saber si volverá a nacer al día siguiente,
veinticinco de diciembre.
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