Somos
seres. Nos hemos dado la categoría de seres. Existimos –vamos–.
Pero,
además, entre la innumerable diversidad de categorías de
seres, somos seres vivos. Lo
que conlleva otras características.
También somos animales, vertebrados, mamíferos,
etc., pero somos,
sobre todo, seres vivos pensantes 1.
Pensantes.
¿Quién lo dice? ¿Hay algo, que no seamos nosotros, que diga que
somos seres vivos pensantes? En efecto, somos lo que somos, pero
además nos
catalogamos como seres vivos pensantes y, para mayor
seguridad, nos distinguimos del
resto de las cosas que creemos que
son por esa cualidad última: nuestro pensamiento.
¿No
será que en el fondo somos antropocéntricos y que nunca hemos
dejado de serlo?
Desde la Filosofía hasta la Política, pasando por
la Ética, la Literatura, las Matemáticas
o la Pedagogía, todas
las llamadas disciplinas del conocimiento, y las que no lo son,
versan sobre nosotros mismos o sobre lo que nos atañe: cuando se han
referido a seres
superiores, lo han hecho en referencia al hombre;
cuando han estudiado la realidad, han
estudiado la realidad del
hombre; cuando se ha tratado de establecer un orden o una
formalización ideal, se ha partido de las posibilidades y las
interpretaciones humanas;
etc. De forma que, en nuestra opinión, el
antropocentrismo siempre ha estado y seguirá
estando vigente
mientras sigamos siendo lo que somos, hombres.
Y
así seguimos.
Si
además somos animales políticos o sociales, según Aristóteles, no
implica que
el tejido que formemos entre nosotros sea estable ni
regular, pues, aunque somos
humanos, somos muy diversos. En plan
cartesiano, yo podría dudar hasta de la
existencia de quienes me
rodean. Pero no dudo, tengo fe en mis sueños cuando creo no
dormir.
Pero creer que hay alguien igual a mí, o más aún, alguien igual a
otro, es pedir
demasiado. No creo en la diversidad, estoy seguro de
ella, no me queda otra opción.
Porque,
cuando en el párrafo anterior hablábamos de “nosotros”, de “los
hombres”,
estábamos metiendo en el mismo saco a todos los seres
vivos pensantes. Estábamos
dando una definición matemática por
comprensión del conjunto humano, que, a
diferencia de la definición
extensiva, no menciona los elementos del conjunto ni sus
características individuales. Nos referíamos al conjunto humano
como una especie única
que, como viene a decir el antropólogo Marvin
Harris 2,
se caracteriza por su
extraordinario poder de
autoextinción:
«A la luz de todas estas calamidades no intencionadas, me pregunto si efectivamente estamos algo más cerca del control consciente de la evolución cultural que nuestros antepasados de los albores de la Edad de Piedra. Como ellos, no paramos de tomar decisiones; pero, ¿somos conscientes de que estamos determinando las grandes transformaciones necesarias para la supervivencia de nuestra especie?». (Harris, 1995, p. 453)
¿Tendrá
algo que ver la capacidad de autoextinción con la capacidad de
pensamiento? Parece que, visto así, nuestra historia se asemejaría
a la vida de una
persona hedonista a la deriva, dominada –dentro
de una explicación freudiana- por el
diablillo que le susurra al
oído la bondad de lo inmediato. ¿Es así? Parece aventurado
afirmarlo; cuesta pensar que entre los más de cinco mil millones de
seres humanos,
cinco mil millones de conciencias, que han pasado por
este mundo, todas o la mayoría
hayan pensado y actuado así. Pues,
al fin y al cabo, ya hemos partido de una premisa a
la que no
estamos dispuestos a renunciar: la diversidad humana. A no ser que se
nos
haya escapado esa dudosa virtud de la autoextinción, por la que
nuestra denominación
pasaría a ser la de seres vivos pensantes
autoextintores. Pero, cuando Harris habla de
calamidades no
intencionadas, se está refiriendo a actuaciones del hombre que
originariamente estuvieron orientadas a la consecución de un
objetivo específico.
Menciona avances como: la economía agrícola,
que supuso una buena oportunidad de
romper con el patriarcado; la
creación del primer avión que mejoraría el transporte pero
que ha
originado los cacheos, los controles de metales, los accidentes
aéreos o la carrera
armamentística; entre millones de avances
más.
Como
Harris sugiere en ese mismo fragmento, ¿no será que nuestra capacidad
pensante no es tan capaz como creemos? Quizá sea fruto de nuestro
antropocentrismo,
de nuestro filocentrismo. Como si todos
estuviéramos inmersos en una gran conciencia
egocéntrica, que nos
limitara la comprensión. Como un niño de cuatro años, aún por
madurar.
Como
el niño de cuatro años, tenemos serias limitaciones sobre la
percepción de
la realidad, y como él, rara vez somos conscientes
de ello. El “sólo sé que no sé nada”
socrático es algo que
debería resonar de vez en cuando en nuestras mentes para
recordarnos qué lejos estamos de aprehender la realidad.
Retomando
la idea del tejido social, hemos dicho que se trata de un entramado
irregular e inestable. Por ser tejido, valiéndonos del modelo
material de tela, no es que
esté sometido a tensiones, sino que
todo él se sustenta por las tensiones de sus fibras, de
sus
conexiones. No se trata de que haya una tensión u otra, todo él es
un reparto de
fuerzas. Pero, como dijimos, un reparto desigual: es
un retal con agujeros y trozos
raídos que cuelgan, con entrelazados
más tupidos que otros. Luego, aunque todos
seamos hilo de ese
tejido, no todos tiramos con la misma fuerza. Quizá se trate de un
harapo gigante, mucho mayor de como era en los albores de la Edad de
Piedra, pero, si
entonces era un trapo, no es que haya mejorado
cualitativamente mucho. Por la misma
razón por la que no nos
atreveríamos a apreciar como una buena alfombra persa a
aquella que
estuviera agujereada y deshilachada, por muy bonitos dibujos que
tuviera en
algunas regiones, tampoco podríamos afirmar que nuestro
entramado social está bien
entrelazado. Digamos que lo está en una
cuarta parte de la población... ¿y el resto? Si en
nuestros
orígenes de trapo la vida media de nuestras fibras no sobrepasaba
los cuarenta
años, ¿podemos decir que en nuestro contexto social
de harapo gigante hemos
mejorado? Algunas regiones sí... ¿y el
resto?
Desde
una visión a caballo entre la dialéctica y el evolucionismo, nos
atreveríamos a conjeturar que más que una tela social se trata de
una jungla, donde
prima la ley del más fuerte. Bueno, pero,
entonces, ¿qué nos diferencia del resto de
seres vivos? Entre
nosotros parece que ha habido y hay depredadores y depredados,
opresores y oprimidos. No sabemos si es algo consustancial a nosotros
o si, aun siendo
filogenética esa dialéctica, se trata de algo
modificable. Y, si es modificable, en qué
medida, y desde dónde:
¿desde la conciencia individual o desde parámetros externos a
la
naturaleza individual?
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