Nada
ocupa tanto tiempo en la mente del niño de cinco años como el
juego. Juega para descubrir cómo salta más que el día anterior,
para relacionarse con sus amigos, para tratar de alcanzar la hoja más
baja del árbol. Quiere perfeccionarse mediante el ejercicio, quiere
aprender. Porque necesita recomponer su mundo, casi tan fantástico
como el de los cuentos, pero tan real que le hace sentirse
protagonista: como princesa, como guerrero, como astronauta o médico.
Y también como su papá o como su mamá.
Y
nosotros, los profes, sólo les ayudamos a organizar ese mundo. Les
inculcamos las destrezas indispensables (matemáticas y lengua),
acaso como instrumentos expresivos, acaso como herramientas para
comprender y manejar mejor sus realidades a su antojo, cada vez con
mayor autonomía. Con la posibilidad de ponerse en contacto con otros
niños, con otros adultos e intercambiar conocimiento. Con la
finalidad de desarrollarse mejor, más felices.
Pero
casi todo se basa en el juego, esa actividad tan seria que a veces
olvidamos los adultos. El juego como actividad que tiene sentido en sí misma Es suficiente.
Lúdicamente
rechazamos la seriedad de nuestro día a día cuando nos entregamos
con pasión a cualquier labor que nos saca de nuestras
preocupaciones: los conflictos, la escasez de recursos… Brilla
nuestra sonrisa e ilumina nuestra mirada el deleite con que lo
hacemos, ese amor a las cosas forma parte del juego. Es un amor por
la vida, y es para la vida. Nos enfrentamos a un mundo que creemos
hostil, y lo hacemos mejor cuando otra faceta del juego, la
creatividad, nos facilita medios para abordarlo mejor, con la
sonrisa.
Como
adultos podemos abarcar toda la tipología de juegos: los
individuales, los paralelos, los simbólicos, los de representación,
los de reglas… Pero no siempre lo hacemos. Y no siempre que lo
hacemos somos conscientes. Tampoco es necesario, pues la
espontaneidad también forma parte de nuestra consideración lúdica.
Podemos
con todo porque somos lúdicos. Somos un milagro de vida, conciencia
y juego, insertos en este pequeño planeta que aún nos brinda un
sinfín de posibilidades. Si no hacemos más es porque limitamos esa
capacidad lúdica: a veces la constreñimos a una supuesta seria
imagen ante los demás, a veces nos refugiamos en palabras vacías, a
veces, simplemente, nos olvidamos de que somos capaces de seguir
jugando.
Yo
admiro a los niños de cinco años porque, pese a todas las
dificultades que les vamos poniendo para seguir nuestra senda, ellos
siguen jugando: aprendiendo, desarrollándose, disfrutando de sus
vidas… Les admiro y aprendo de ellos.
Pequeños,
¡mucha suerte en el futuro! Pero, teniendo en cuenta que no me
refiero a los juegos de azar, y asumiendo que el futuro no existe,
¡largo y lúdico presente para vosotros!
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