25 de enero de 2013

No siempre se cumplen cinco años



Nada ocupa tanto tiempo en la mente del niño de cinco años como el juego. Juega para descubrir cómo salta más que el día anterior, para relacionarse con sus amigos, para tratar de alcanzar la hoja más baja del árbol. Quiere perfeccionarse mediante el ejercicio, quiere aprender. Porque necesita recomponer su mundo, casi tan fantástico como el de los cuentos, pero tan real que le hace sentirse protagonista: como princesa, como guerrero, como astronauta o médico. Y también como su papá o como su mamá.

Y nosotros, los profes, sólo les ayudamos a organizar ese mundo. Les inculcamos las destrezas indispensables (matemáticas y lengua), acaso como instrumentos expresivos, acaso como herramientas para comprender y manejar mejor sus realidades a su antojo, cada vez con mayor autonomía. Con la posibilidad de ponerse en contacto con otros niños, con otros adultos e intercambiar conocimiento. Con la finalidad de desarrollarse mejor, más felices.

Pero casi todo se basa en el juego, esa actividad tan seria que a veces olvidamos los adultos. El juego como actividad que tiene sentido en sí misma Es suficiente.

Lúdicamente rechazamos la seriedad de nuestro día a día cuando nos entregamos con pasión a cualquier labor que nos saca de nuestras preocupaciones: los conflictos, la escasez de recursos… Brilla nuestra sonrisa e ilumina nuestra mirada el deleite con que lo hacemos, ese amor a las cosas forma parte del juego. Es un amor por la vida, y es para la vida. Nos enfrentamos a un mundo que creemos hostil, y lo hacemos mejor cuando otra faceta del juego, la creatividad, nos facilita medios para abordarlo mejor, con la sonrisa.

Como adultos podemos abarcar toda la tipología de juegos: los individuales, los paralelos, los simbólicos, los de representación, los de reglas… Pero no siempre lo hacemos. Y no siempre que lo hacemos somos conscientes. Tampoco es necesario, pues la espontaneidad también forma parte de nuestra consideración lúdica.

Podemos con todo porque somos lúdicos. Somos un milagro de vida, conciencia y juego, insertos en este pequeño planeta que aún nos brinda un sinfín de posibilidades. Si no hacemos más es porque limitamos esa capacidad lúdica: a veces la constreñimos a una supuesta seria imagen ante los demás, a veces nos refugiamos en palabras vacías, a veces, simplemente, nos olvidamos de que somos capaces de seguir jugando.

Yo admiro a los niños de cinco años porque, pese a todas las dificultades que les vamos poniendo para seguir nuestra senda, ellos siguen jugando: aprendiendo, desarrollándose, disfrutando de sus vidas… Les admiro y aprendo de ellos.

Pequeños, ¡mucha suerte en el futuro! Pero, teniendo en cuenta que no me refiero a los juegos de azar, y asumiendo que el futuro no existe, ¡largo y lúdico presente para vosotros!

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