23 de diciembre de 2012

Veinticinco de diciembre


Violeta camina sola por la calle, entre pantalones y faldas de muchedumbre que entra y sale de las tiendas. Esa tarde no hace el frío usual, pero Violeta no sabe de estaciones, ni conoce su última parada. Ella camina buscando comida, aterida desde el final de su mundo. Se asoma al escaparate de una pastelería y allá, más al fondo, divisa personas de cuerpo entero y de espaldas a ella, mientras la exposición tras el cristal y un aroma de bollo tierno le incitan a pasar. Pero no pasa. Sigue caminando, sola, entre personas con prisa.
Las farolas se van iluminando, las luces de Navidad se van iluminando y Violeta sigue apagándose.
La noche cae de repente ante los altos edificios. Un supermercado está cerrando, unas personas salen con bolsas, y varias decenas se arremolinan hacia una callejuela donde irán a parar los perecederos que no se podrán vender. Mientras las farolas y los adornos de Navidad brillan entre la bruma que aparece poco a poco. Mientras algunas ventanas de pisos empiezan a ser translúcidas por una pátina de vaho que deja claro que dentro funciona la calefacción. La energía de la Navidad se puede respirar.
Las calles comienzan a despoblarse, incluso los coches circulan fluidamente. Sólo unos pocos deambulan de bar en bar o a la caza del último comercio abierto. La alegría de la Navidad se respira en cada hogar.
Pese a las luces, la ciudad sigue gris y desalmada. El cemento es su esencia, el ladrillo, su ser. El vidrio permite a los hilos de luz extender cierta ilusión, pero lo cierto es que la ciudad es transitada por personas que no encuentran su luz. Quizá un albergue, quizá un portal, quizá una parada de autobús, un banco en algún parque... Y la fría y oscura noche de siempre. “Que podamos vernos todos los años”, “¡Feliz Navidad!”, “ande, ande, ande, la Marimorena...”, “¡buenísimos los langostinos!”... Pero la ciudad acabará durmiendo, como siempre.
En el tercero B del portal diecisiete la cuñada de Emilia mira el reloj cada diez minutos. Ni soporta a la hermana de su marido, ni soporta a su novio. Los hijos de Emilia son pequeños monstruos que no paran de levantarse de la mesa y no dejan a sus hijos tranquilos. Su marido la sonríe y ella le devuelve la mueca como puede, pero su idea sigue instalada en irse cuanto antes, y la de sus hijos también. Pero Emilia parece feliz, ajena a los rencores de su cuñada y al sopor de sus sobrinos, hartos de sus primos, sus hijos. Llegan algunos regalos, que parece que Papa Noel dejó escondidos bajo el árbol. Los pequeños monstruos se abalanzan sobre las cajas más pomposas. Por fin.
Se empiezan a oír petardos, parece la señal. De nuevo comienza el bullicio, pero la ciudad sigue gris, otra vez inundándose de coches que sólo iluminan su camino.
Violeta duerme ya, sin saber si volverá a nacer al día siguiente, veinticinco de diciembre.

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